Poder y principio

Es factible que en adelante los corruptos asustados por el desprestigio de la clase política obren con mayor cautela que antes.

Es posible que hablen con sinceridad casi todos los líderes políticos cuando denuncian la corrupción y los muchos males que ocasiona, pero es evidente que los más importantes creen que los estragos que produciría un intento serio de eliminar el mal serían tan tremendos que sería mejor demorar cualquier operativo manos limpias hasta que se dé una coyuntura menos complicada que la actual. Es por eso, se supone, que dirigentes radicales tan comprometidos con «la ética» como el presidente Fernando de la Rúa y el ex presidente Raúl Alfonsín, lo mismo que el grueso de sus correligionarios, se han opuesto a la campaña contra los senadores desatada por el ex vicepresidente Carlos «Chacho» Alvarez a raíz de las presuntas coimas. A su modo, son «realistas»: acaso no les gusten demasiado muchas prácticas políticas tradicionales, pero entienden que no les queda otra alternativa que la de aceptarlas porque de lo contrario el país se volvería ingobernable. En cambio, Alvarez es un «principista» al cual no le intimida en absoluto el riesgo de que el escándalo termine provocando una serie de enfrentamientos que pondrían en peligro la estabilidad institucional.

Por ser el Frepaso un movimiento que es relativamente nuevo que nació en oposición al duopolio radical-peronista, no cuenta con tantos corruptos o sospechosos de corrupción en sus filas como la UCR o el PJ, motivo por el cual le cuesta menos exigir una investigación profunda del caso protagonizado por una docena de senadores nacionales, pero por formar parte de la Alianza gobernante no puede ser indiferente al destino del socio mayor. De ser más grande y estar mejor organizado el Frepaso, le sería dado pesar las ventajas de insistir en una cruzada que no podría sino llevarlo a una confrontación con el presidente De la Rúa. Al fin y al cabo, para que haya coimeados es necesario que haya coimeros también, y en esta ocasión el Poder Ejecutivo -es decir, De la Rúa- ha sido acusado de comprar los votos de diversos legisladores peronistas a través de los fondos manejados por la SIDE. Si sólo fuera cuestión de un escándalo menor, sería posible argüir que el presidente no tenía por qué estar al tanto de lo que se dice sucedía, pero en un caso de esta magnitud no hay forma de desvincularlo de la pesquisa.

Así, pues, Alvarez, el Frepaso y el país están ante un dilema que no tiene ninguna solución. Si nos atenemos a los principios que todos dicen honrar, no existe otra alternativa que la de ir hasta el fondo, «caiga quien caiga», para que este asunto turbio quede definitivamente esclarecido. Sin embargo, en un orden político tan sistemáticamente corrupto como el nuestro, la eventual encarcelación o, por lo menos, marginación de todos los corruptos, incluyendo a sus cómplices, podría implicar a tantas personas que el resultado sería un estado generalizado de acefalía. ¿Cuántos políticos profesionales nunca han participado, aunque sólo fuera de manera indirecta, en un acto de corrupción? Por lo tanto, la caída de todos los corruptos, si fuera posible concebirla, constituiría un triunfo comparable con el proclamado por aquel militar norteamericano que en el curso de la guerra de Vietnam aseveró que sus tropas habían salvado una ciudad destruyéndola por completo.

Es probable que no se hayan equivocado aquellos frepasistas que creen que De la Rúa cometió un error fundamental cuando, por «realismo», optó por convivir con la corrupción en vez de hacer de su eliminación el eje de su gestión. Sin embargo, debería haberlo decidido el día en que se trasladó a la Casa Rosada, porque después le sería demasiado tarde. De basarse en algo más que rumores maliciosos, cuando estalló el escándalo del Senado ya era imposible que el presidente encabezara una campaña moralizadora y a esta altura cualquier pretensión en tal sentido parecería absurda. Por supuesto, es factible que de ahora en adelante los corruptos, asustados por el desprestigio de la clase política, obren con mayor cautela que antes, pero aun así tendría que transcurrir mucho tiempo para que se modifiquen las prácticas propias de la politiquería criolla que tanto han contribuido a la condición nada satisfactoria del país, llevándolo a una situación en que tolerar la corrupción es más constructivo que combatirla y reclamar su eliminación inmediata equivale a reivindicar la anarquía.


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