Reflexión sobre el poco conocido cine tamil
El escritor barilochense Emilio Di Tata Roitberg analiza los aspectos culturales de “La venganza de Kabali”, la película india que emite Netflix.
Es común ir al cine a ver películas aclamadas por la crítica, recomendadas por amigos o confiando en la trayectoria de un director, pero con mis amigos íbamos al cine expresamente a ver películas malas. Ale, Cris y yo éramos, sin saberlo, cultores del hoy llamado Cine Z, películas de bajísimo presupuesto pensadas como relleno para funciones de doble programa, como las que ofrecía el único cine de nuestro pueblo patagónico a mediados de los 80. Filmes de origen asiático, italiano o de los arrabales de Hollywood, de tramas absurdas y previsibles que la mayoría de los espectadores del pueblo evitaban, pero que nosotros íbamos a disfrutar cada viernes, a la salida del secundario, para festejar las pésimas actuaciones y los diálogos trillados. La novia del androide, Pirañas voladoras asesinas II, y El vampiro del planeta Orión estuvieron sin duda entre los films más memorables. Creo que con Ale y Cris nos hubiéramos dado una panzada con La venganza de Kabali, la reciente superproducción del cine indio recién estrenada por Netflix. Ambientado ni más ni menos que en Malasia, el film cuenta la historia de un gángster de origen tamil que sale de prisión, después de purgar una condena de 25 años por un crimen que no cometió. Por si fuera poco, sus enemigos también mataron a toda su familia. Eso no impide que Kabali salga al mundo exterior vestido con un impecable traje de tres piezas, con la cabeza bien en alto y lo más sonriente, como diciendo “No me dolió”.
Interpretado por Rajinikanth, galán sesentón y mega estrella del cine asiático (sólo superado en taquilla por el inefable Jackie Chan), el Anná Kabali es un líder de la comunidad tamil de Kuala Lumpur, siempre dispuesto a ayudar a sus paisanos menos afortunados. Una extraña mezcla de Vito Corleone y Jean-Claude Van Damme, que tanto le resuelve la vida a sus seguidores como muele a golpes a media docena de matones de la mitad de su edad.
La comunidad tamil, nos explica el filme, está formada por habitantes del sur de la india trasladados por los terratenientes ingleses a Malasia (ambos territorios del Imperio Británico) entre finales del siglo 19 y principios del 20, para trabajar en las plantaciones de caucho, producto de cada vez más demanda, ante el crecimiento exponencial de la industria automotriz. Los tamiles fueron a Malasia bajo la modalidad de indenture workers, con contratos de trabajo de los que era casi imposible zafarse, bastante parecidos a la esclavitud. Más aptos para el trabajo duro que los nativos malayos, los tamiles desmontaron miles de hectáreas de selva virgen, enfrentaron enfermedades tropicales y picaduras de serpiente, y contribuyeron con su sudor y su sangre a hacer de Malasia la potencia económica que hoy es. Pero en los años 60, con la baja en los precios del caucho, los tamiles fueron en su mayor parte despedidos. Los descendientes de aquellos primeros trabajadores no tenían trabajo ni dinero para volver a la tierra de sus abuelos, y pasaron a formar una minoría discriminada. Otra minoría importante de Malasia es la china, con una diferencia: los chinos llegaron allí por su propia voluntad, y replicaron en el país el mismo esquema que en todos los territorios del sudeste asiático en los que pusieron el pie: formaron una comunidad fuertemente unida, laboriosa y excluyente, que en pocos años terminó haciéndose dueña de la mayoría las tierras y los medios de producción, en detrimento de la población local y de las demás minorías.
En efecto, en La venganza de Kabali, los malos son los chinos, encabezados por el malvado Tony Lee (interpretado por el actor taiwanés Winston Chao) un desalmado gángster de trajes faroleros, versión estilizada del youtuber de Gangnam Style. La película pasa casi por alto al principal grupo étnico del país, los nativos malayos o bumiputra, quienes desde la independencia del Reino Unido, a fines de los 50, tienen el control político del país. Desde los años 70, los bumiputra aplicaron sin ruborizarse una política llamada Acción positiva, que reserva los principales puestos de la administración pública, de la policía y del ejército a los nativos de las etnias originales malayas. También en la entrega de viviendas sociales y en otras prebendas los bumiputra tienen prioridad por ley. Así, son ellos quienes detentan casi en su totalidad el poder político, mientras los chinos tienen el poder económico y los tamiles no tienen ni lo uno ni lo otro. En la actualidad, los tamiles son los humillados y ofendidos de la sociedad malaya, los que forman el 9% de la población total y el 60% de la población carcelaria del país, estigmatizados como pandilleros y delincuentes. Los mismos que encuentran en Kabali a un campeón de su causa, un tamil rico y exitoso que les da la posibilidad de vivir una vida vicaria, a quien le agradecen haber llegado adonde ellos jamás podrían llegar. Aquí, la línea entre el personaje y el actor se vuelve difusa, ya que el sonriente y rechoncho galán Rajinikanth representa algo parecido para millones de indios tamiles en todo el mundo.
Surgido en los años 70 como héroe de acción de la industria del cine tamil, con sede en la sureña ciudad de Chennai (ex Madrás), Rajinikanth es para los tamiles uno de ellos: un indio de piel oscura, muy diferente a los cotizados actores indios de piel clara de Bollywood, la megamillonaria maquinaria fílmica con sede en la norteña ciudad de Bombay. En las superproducciones de Bollywood, los actores tamiles ocupan roles secundarios, como sirvientes o criminales, en cambio Rajinikanth es siempre protagonista. Sus fanáticos sienten por él una adoración que envidiaría más de una deidad hinduista. Cada estreno de una película de Rajinikanth provoca manifestaciones multitudinarias, bailes enfervorizados al ritmo de tambores, caravanas de autos tuneados y de motos de baja cilindrada. Esto se repite tanto en la provincia de Tamil Nadu como en las principales sedes de la diáspora tamil, como el norte de la India, Malasia, Singapur, Guyana, la provincia sudafricana de Natal o la isla Mauricio. El moreno y sonriente Rajinikanth sortea todos los peligros, liquida a los malos y se queda con la chica del puntito en la frente. Siempre. En la única película en la que el director tuvo la mala idea de hacer morir al personaje de Rajinikanth, sus seguidores armaron una trifulca y prendieron fuego el cine.
Sería injusto, sin embargo, calificar La venganza de Kabali como una película de cine Z. Las escenas panorámicas del espectacular skyline futurista de Kuala Lumpur, en el que destacan las Torres Petronas (nota chovinista: diseñadas por el arquitecto tucumano César Pelli), la electrizante música hindu-pop y el montaje de las escenas de acción compensan en gran parte los giros melodramáticos y previsibles del guión, y hacen que la experiencia de casi tres horas de la peli pueda resultar más que agradable, si se cuenta con la cantidad de pochoclo suficiente. Al terminar de verla uno consigue, además de pasar un buen momento, entender un poco más a este ancho mundo y sus diversas culturas, e incluso a aprender, a fuerza de oírla, una palabra en idioma tamil que los personajes repiten todo el tiempo: Maguichi. Se utiliza para dar las gracias y para bendecir, y literalmente puede traducirse en una palabra sola: felicidad.
Maguichi.
* Por Emilio Di Tata Roitberg
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