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La educación es mucho más que un derecho

Una educación adecuada no puede considerarse un regalo entregado por políticos generosos sino un premio que se gana después de una larga lucha.

. Foto Cecilia Maletti.

De acuerdo común, Javier Milei cometió un error muy grave cuando criticó a los dirigentes universitarios, brindando así la impresión de estar en contra de la educación pública. Alarmado por las dimensiones de las protestas del martes pasado, acaso las más nutridas de las décadas últimas, el presidente retrocedió un poco al dar a entender que en su opinión se trataba de “una causa noble” copada por integrantes de “la casta” que, desde luego, procuraron aprovecharla, si bien sin mucho éxito ya que la mayoría de los participantes no se sentía representada por personajes tan emblemáticos como Sergio Massa, Axel Kiciloff, Horacio Rodríguez Larreta y los capos piqueteros o sindicales.

Aunque las manifestaciones que tuvieron lugar en la Capital Federal y otras partes del país parecieron confirmar que no ha perdido su vigencia el consenso sarmientino de que la educación ha de ser el motor del progreso tanto individual como nacional, para muchos lo más importante era subrayar que a su juicio se trata de un servicio que el Estado se ve obligado a garantizar. Desde el punto de vista de quienes piensan así, el deterioro innegable del nivel educativo del grueso de la población será culpa de los políticos que, para revertirlo, tendrían que gastar mucho más dinero en el sector aún cuando, como insiste en recordarnos Milei, no haya plata.

¿Están en lo cierto? Por desgracia, la crisis educativa que tanta angustia está provocando tiene causas que no son tan sencillas como muchos suponen. La Argentina dista de ser el único país en que, para alarma de quienes se preocupan por lo que está ocurriendo en las escuelas y universidades, los resultados de las pruebas que se usan para medir lo aprendido por los estudiantes actuales suelen ser llamativamente inferiores a los registrados por los de generaciones anteriores. Mientras que algunos lo atribuyen a la suspensión de clases durante la pandemia, otros hablan del impacto perverso que ha tenido la proliferación de celulares y computadoras que absorben la atención de los alumnos, y de la sensación de que todo lo viejo se ha vuelto obsoleto.

El día que siguió a las grandes marchas, se informó que, según la Unesco, en la Argentina el 46 por ciento de los chicos de tercer grado no entienden lo que leen. Son analfabetos funcionales, aunque es de suponer que, merced al ingreso irrestricto, algunos llegarán a ser estudiantes universitarios por un rato hasta que se den cuenta de que nunca podrán dominar las materias que les han atraído y opten por sumarse al 75 por ciento de quienes entran en la universidad pública sin terminar el curso.

Lo mismo que en muchos otros países, las autoridades universitarias tratarán de ayudarlos con clases remediadoras, pero en la mayoría abrumadora de los casos sería demasiado tarde. A menos que los jóvenes ya se hayan preparado para sacar el máximo provecho de la oferta educativa disponible, no servirán para nada los eventuales aumentos presupuestarios, las reformas programáticas, o las novedades tecnológicas.

Puede que sea antipático señalarlo, pero dar por descontado que la educación es un derecho humano básico, o sea, que es algo que el gobierno de turno está obligado a repartir entre todos sin exigir nada en cambio, ha tenido consecuencias muy negativas para millones de personas. Sería mucho mejor que los preocupados por el tema se acostumbraran a hablar del deber de todos a esforzarse lo más posible desde la infancia por aprender lo suficiente como para permitirles desempeñar un papel valioso en la sociedad de la que dependen. Una educación adecuada no puede considerarse un regalo entregado por políticos generosos sino un premio que se gana después de una larga lucha. Por cierto, es poco razonable hablar de aquellos que se nieguen a estudiar con el ahínco necesario como si fueran víctimas de un sistema injusto.

Vivimos en un mundo que, al desarrollarse económicamente países que hasta hace muy poco estaban sumidos en la pobreza extrema, está haciéndose cada vez más competitivo, uno en que la importancia de la inteligencia aplicada, es decir, de la educación, será a buen seguro fundamental. ¿Estará la Argentina en condiciones de rivalizar con países como el Japón, Corea del Sur, Singapur y otros que, a juzgar por los resultados de las pruebas internacionales, educan llamativamente mejor a sus jóvenes? La triste verdad es que ni siquiera los estudiantes de los colegios de elite porteños parecen capaces de igualar en el terreno educativo a sus contemporáneos de Asia oriental o ciertos países del norte de Europa, mientras que quienes asisten a los demás aprenden menos que los de Chile, Uruguay y Perú.


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