Se desvanece el sueño multicultural

SEGÚN LO VEO

En los meses que siguieron al suicidio de un vendedor ambulante tunecino que, harto de la prepotencia de la policía local, se quemó a lo bonzo, poniendo así en marcha una serie de revueltas que, luego de hacer caer el dictador de su propio país, se propagaron a otros como Libia, Egipto y Siria, muchos progresistas europeos festejaron la llegada de lo que llamaron la primavera árabe. Los más optimistas creían que, merced al activismo de una nueva generación de jóvenes que para movilizarse aprovechaban las redes sociales electrónicas, el mundo musulmán estaba por adoptar una versión de la democracia liberal por entender que no había ninguna alternativa mejor.

La actitud asumida por quienes celebraban la primavera árabe con más fervor fue un tanto sorprendente, por ser en su mayoría personas acostumbradas a oponerse a la influencia occidental en regiones de tradiciones nada europeas. Con todo, era comprensible que les gustara la idea de que la democratización, que habían impulsado sin mucho éxito los “neoconservadores” beligerantes del equipo de George W. Bush, pudiera lograrse con medios pacíficos.

Por desgracia se trataba de una ilusión. Aquellos protagonistas jóvenes, que hablaban inglés o francés, de las revueltas iniciales no tardaron en verse marginados por islamistas o por militaristas convencidos de que el pluralismo democrático es sinónimo de caos. A diferencia de lo que había sucedido en Europa central y oriental dos décadas antes, la desintegración del viejo orden sólo sirvió para que se reanudaran conflictos sectarios y étnicos supuestamente superados.

Lejos de “modernizarse” como habían previsto los que intentaron comparar las revueltas árabes con las que sacudieron Europa a mediados del siglo XIX o las desatadas por la implosión de la Unión Soviética, buena parte del Oriente Medio y el Norte de África parece condenada a regresar al medioevo.

Y, para alarma de quienes suponían que sus propios países habían dejado atrás para siempre la barbarie primitiva, resulta que miles de europeos y norteamericanos se han sentido irresistiblemente atraídos por el salvajismo de los yihadistas. Además de jóvenes de familias musulmanas que se aferran a la identidad de sus antepasados, muchos conversos se han sumado al Estado Islámico. Aún más peligrosa, si cabe, es la posibilidad de que las atrocidades perpetradas por los yihadistas provoquen una reacción igualmente brutal entre los occidentales que ya ven el islam como un credo hostil que plantea una amenaza mortal a su propia sociedad.

Los guerreros del Estado Islámico confían en que, si siguen decapitando a periodistas occidentales, además de miles de cristianos, yazidíes y chiitas sirios o iraquíes, lograrán asustar tanto a los norteamericanos y europeos que, como los buenos pacifistas que son, se rendirán. Aunque a primera vista es una estrategia suicida, hasta ahora ha funcionado muy bien. Por razones internas, en especial las supuestas por recuerdos de los horrores de la Segunda Guerra Mundial y por el fracaso de los intentos de pacificar Irak y Afganistán sin emplear métodos considerados inaceptables, los infieles son tan reacios a intervenir en el Oriente Medio que continúan echando mano a cualquier excusa para no hacerlo.

La más influyente ha sido la confeccionada por quienes, desde antes de la demolición de las Torres Gemelas de Nueva York y una parte del Pentágono, aseguran que, por ser el terrorismo islámico una consecuencia lógica de la arrogancia occidental, destruir a los yihadistas por medios militares sólo serviría para que haya más. Es una idea tentadora, ya que sirve para justificar la pasividad, pero parecería que incluso Barack Obama acaba de llegar a la conclusión de que acaso sería mejor correr el riesgo de fabricar más terroristas de lo que sería permitir que los soldados del Estado Islámico sigan matando con impunidad a quienes se nieguen a someterse.

Mientras los yihadistas no choquen contra fuerzas capaces de frenarlos, continuarán sembrando la muerte no sólo en el Oriente Medio y el Norte de África, donde los correligionarios libios y nigerianos del Estado Islámico están procurando emularlos, como si fuera una competencia para ver quiénes son los más feroces, sino también en Europa y, quizás, Estados Unidos. ¿Y América Latina? Puede que en la región escaseen los militantes islámicos, pero hay muchos jóvenes que no se destacan por su amor a la paz o su voluntad de convivir tranquilamente con los demás. No extrañaría, pues, que las maras centroamericanas se sintieran gratamente impresionadas por las hazañas de la gente del Estado Islámico, Boko Haram y otras agrupaciones parecidas y que optaran por operar del mismo modo.

Además de no querer involucrarse en más conflictos en lugares lejanos en que hasta sus presuntos amigos los odian, los dirigentes occidentales temen que sus propios países estén por transformarse en campos de batalla al regresar a casa miles de guerreros santos con pasaportes europeos o norteamericanos que, en muchos casos, han perpetrado crímenes horrendos en Siria e Irak. Últimamente han proliferado advertencias escalofriantes sobre lo que dentro de poco podría suceder. Quienes las formulan entienden que, para prevenirlo, tendrían que tomar medidas nada apropiadas para tiempos de paz, eventualidad ésta que ya preocupa a los defensores de las libertades civiles, pero dadas las circunstancias no les quedan muchas alternativas.

Así, pues, está esfumándose el sueño de un mundo más benigno que el de antes, uno en que las diferencias étnicas o religiosas sean meramente anecdóticas y una alianza de civilizaciones garantice la armonía universal. La irrupción del islamismo militante ha asestado un golpe tal vez mortífero al “multiculturalismo” europeo, según el cual un continente envejecido podría rejuvenecerse importando a decenas de millones de personas procedentes del resto del mundo sin discriminar entre ellas. Si bien grandes comunidades chinas, vietnamitas, hindúes, sijes, antillanas, subsaharianas y latinoamericanas han logrado consolidarse en Europa sin molestar a los nativos, no puede decirse lo mismo de la colectividad más numerosa, la conformada por musulmanes que huyeron por motivos económicos o, en algunos casos, políticos de sus países de origen, sin por eso abandonar por completo una tradición religiosa que sus hijos y nietos valorarían por encontrar en ella pretextos de sobra para alzarse en rebelión contra la tolerancia multicultural que, desde hace apenas una treintena de años, impera en el mundo occidental.

JAMES NEILSON


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