Ser profesores activos o no ser


Es el 6 de marzo de 2020, una fecha muy esperada por mí. Insensatamente me han asignado la responsabilidad de cerrar con una exposición magistral, el Congreso Nacional de la Actividad Física en el flamante Centro Cultural de la Ciudad de Cipolletti.

Un escenario imponente, la sala colmada y el curioso destino de desafiar al mito de no ser profeta en tu tierra.

Es momento de salir a escena. No hay tiempo para la duda, los potentes reflectores enfocan, la humanidad se templa y el brío de las primeras palabras no tarda en aparecer.

En las gradas seres queridos, calificados profesionales, ex alumnos y cientos de colegas escudriñan con atención.

He practicado la charla, sé cada partícula de la misma y aun cuando he comenzado a hablar desde el atril, no tengo en claro si he de salir del escenario para recorrer la sala.

Promediando la exposición, me decido a hacerlo, en honor al título de la misma: “El decálogo del profesor activo”.

Luego de poco más de una hora, envuelto en sudor, llegan los generosos aplausos, saludos y abrazos y ya en el trascenio del teatro, de a poco se vuelve a la calma.

Un paralelo con el jugador que deja lo mejor de sí en el campo de juego y estruja satisfecho su camiseta, a la hora de llegar al vestuario.

Un símil con el profesor que frente a sus alumnos, en el aula, patio o gimnasio, dona en cada clase, fragmentos de su cuerpo y de su alma.

Un tributo a los profesores activos, los únicos de los que he aprendido. Aquellos que terminan lo que empiezan y que además se imponen hacerlo bien, dejando su huella indeleble. Los mismos que aun en el más árido de los desiertos, batallan por ver crecer una flor.

Pero hay algo que aún no sabíamos aquella feliz tarde y es que a escasas horas de terminada la charla, el telón caería con una fuerza estrepitosa.

El país se declaró en cuarentena por el Covid-19 y ya no volvimos a ver a nuestros alumnos, a nuestros pares, ni a nuestros familiares…

El confinamiento llevó a un estado de pausa e introspección jamás visto, donde la pérdida de la proximidad humana pasó a ser la más antinatural de las reglas.

Hoy, si bien la emergencia sanitaria lejos está de culminarse, podemos predecir que, en el tan ansiado regreso a la normalidad, la necesidad de profesores activos será vital.

Tanto para restablecer el equilibrio socioemocional, como para convencer a más y más personas sobre las bondades de la actividad física frente a la instalada epidemia de sedentarismo y obesidad y a las consecuencias que deparará el coronavirus.

Un profesor que tenga formación teórica, que sepa argumentar, que sea creíble, creativo y respete los valores, será determinante a la hora de generar cambios positivos en sus alumnos.

Pero además deberá moverse, por mucho o poco que sea. No alcanzará con el mero discurso y toda demostración de combatir el sedentarismo , desde su propio ejemplo, resultará inspiradora.

Hoy se sabe que con la actividad física se estimula la producción de endorfinas, serotonina, dopamina que fertilizan nuestras neuronas y disminuyen la posibilidad de depresión o stress.

Es hora que el sistema educativo salga del ostracismo y encare estas cuestiones con más determinación, buscando alternativas concretas que movilicen a los alumnos.

Modificar la concepción de la educación sin estancarla puede hacer de la interdisciplina un espacio transformador, sustentable y divertido que genere hábitos.

Si no se reacciona a tiempo, los niños y adolescentes de hoy serán analfabetos del movimiento a futuro, con múltiples factores predisponentes para contraer enfermedades cardiovasculares o derivadas de la excesiva quietud. Ver la crisis como una oportunidad es clave.

Los datos fríos referidos, piden a gritos la intervención de los institutos de formación, del sistema educativo, de los padres y, por sobre todas las cosas, de los profesores activos.


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