Trajo el río a la ciudad en un mural para recordar a su hermano Piero
A unas cuadras del centro de roca, en la esquina de las calles España y Artigas una pared habla de Piero Ghirardelli, lleva a los vecinos a “su lugar en el mundo”, e invita al arte, la paz y el recuerdo.
Ana María Ghirardelli sale de su casa, cruza la calle y mira el mural inmenso que Facundo Lucero termina de pintar. Mira los sauces que se mecen con el viento, en aquella chacra bañada por un brazo del río Negro. La perra Pinky la mira con sus ojos fijos de pintura blanca y negra y parecen transportarla en el tiempo. Piensa en Piero, su hermano y amigo, que hace un año le falta, y al que decidió recortar tatuando en la pared, “su lugar en el mundo”, ese en el que vieron pasar la vida juntos, y en familia.
“Cruzo y me quedo un ratito mirándola. La verdad es que Facundo logró captar lo que yo pretendía. Quería tener algo que muestre lo que era mi hermano. Lo que le gustaba. Era su lugar favorito en la chacra. Los fines de semana íbamos ahí a la tarde a tomar mate”, dice mientras explica, junto al dibujante, cada detalle del mural.
Es la chacra de Guerrico, donde crecieron. Un rincón de paz donde su padre plantó árboles para defenderse de las crecidas del río, donde el pasto verde se extendía hasta el horizonte y el viento despeinaba los sauces mientras los patos nadaban sin prisa.
Ana invita a entrar en su casa y los cuadros en la pared también hablan de su amor por el arte y la pintura.
Todo comenzó con una reparación del paredón: el revoque se desprendía y llamó a Alex, el albañil, para arreglarlo. Pero cuando vio la pared renovada, sintió que ese espacio debía convertirse en un homenaje.
Su hija Victoria la conectó con Facundo. La familia se reunió con el artista, le contaron sobre Piero, y él comenzó a bocetar. “Con todo eso, uno en el imaginario, empieza a armar lo que buscan”, cuenta el artista.

En el mural está la silla vacía de Piero frente al río, su mate con el termo, la perra que lo acompañó siempre. Ana desliza sus dedos finos sobre la pantalla del celular y muestra fotos de Pinky, con esa mirada fiel, idéntica a la que ahora vive en el lienzo de cemento. Está también el fogón donde, cada tanto, compartían un asado.
Cuenta que Piero era un hombre tranquilo, que hablaba muy poco. “Más que hermano era mi amigo, éramos compinches. Ahí andábamos en lancha, esquiábamos, salíamos a remar en kayac, le encantaba pescar, era su pasión. Pescaba ahí o se tomaba unos días y se iba a algún lugar”, dice la mujer desde la cocina mientras el olor a café invade la sala.
Silvana es la mayor de los hermanos Ghirardelli, Ana la del medio, y Piero el más chico, “el Benjamín”, dice con una sonrisa cargada de nostalgia. Crecieron juntos en la chacra. Luego ella se fue a Buenos Aires a estudiar el profesorado de Física y dos años después llegó Piero a estudiar contabilidad. “Ahí se afianzó nuestra unión. Necesitábamos vernos, charlar”.
Y esa costumbre se perpetuó: cada mañana, cuando él llegaba a Roca, pasaba por la casa de Ana a tomar café antes de ir al estudio contable.

“Me acompañó con la crianza con mis hijas. Podíamos estar una hora sin decirnos nada. En una época venía y mirábamos las carreras de Moto GP. También me tragaba los partidos de los Pumas. El tenía su lugar en la mesa. Le pedías un consejo y decía cuatro palabras, pero las justas y precisas. Por eso esa relación y esa adoración”.
Arte mural y memoria
Las paredes hablan. Desde las cavernas, hasta la actualidad el arte mural perdura y es anterior a cualquier otra expresión. Ana lo sabe y por eso siempre dejó que en esa pared de su casa que los chicos se expresen, pero ahora quería contar su propia historia.
El día que Facundo llegó a la casa por primera vez, pasó la mano de punta a punta sobre la pared como haciendo olas. Midió la dimensión de la obra, pensó en lo cara que está la pintura: “el desafío era ajustar al máximo el presupuesto para que puedan hacerlo”. Pero Ana estaba decidida.
“Cuando vi la pared recién arreglada, grande y perfecta no lo podía creer. Muchos artistas callejeros encontraron por años, ahí, una pared de culto. En un momento estuvo llena de grafitis y siempre la miraba. Para mi era increíble, que me llamaran para pintarla”.

Seis meses entre pinturas
Mientras revuelve el café en la pequeña taza de porcelana, Facundo explica que hizo muchos murales, pero nunca uno de ese tamaño, solo, con tanta carga emotiva y representativo. En el 2006 comenzó a pintar murales con Chelo Candia en el Paseos de los Bodegueros. Ahí aprendió, luego se largó solo y decidió que quería vivir del arte.
“Mi primer trabajo solo es el elefante que está en la San Juan y el Canalito, y cuando vi el impacto que generó en los chicos, me hizo seguir pintando. En el proceso haces de todo, letras en un negocio, un dibujo en una habitación de un niño, todo te enseña y cuando me llamaron para este trabajo, vi la pared y supe que sería algo diferente”.
En octubre comenzó el trabajo. Pasó el verano pintado. Una mañana, en enero, llegó a pintar y vio que las ramas de los sauces estaban rectas, así que las corrigió, porque en el sur no podían estar quietas. Ese día, pasó un vecino a conversar como lo hacían muchas veces. Le comentó lo lindo que era tener algo propio, como es el río en la ciudad y mientras pincelaba las ramas verdes reflexionó.
“Estaba tan comprometido con la parte emocional, pero los vecinos me hicieron dar cuenta que estaba haciendo algo de acá. Por lo general en las pintadas hay elementos regionales, pero no con tanta literalidad, traté de respetar el color del agua, la fauna, la vegetación”, dice ahora.
Ana suma que es un lugar tan fresco, tan lindo, admite que ella tal vez no es objetiva, pero es “un lugar tan de acá, que a todos los lleva a salir de la ciudad”.

En este tiempo, Ana y Facu compartieron momentos y algunas tristeza. Ella confiesa que al principio, poco podía hablar sin que le gane la emoción.
Mientras el trabajaba, le preparaba unos mates y se acercaba a conversar. “Nunca nadie me trató con tanto cariño en un trabajo. Su paciencia, su solidaridad, estoy muy agradecido con ella. En este trabajo hay un punto de inflexión en mis últimos años, no quería que sea solo un dibujo, quería que quede como un cuadro al óleo”, destaca antes de poner la firma en el mural y barnizarlo para protegerlo.
Alex, el albañil, también estaba por instalar una luz al mural para que se vea por las noches. Una de las cláusulas de Facundo establece que si lo estropean, lo va a reparar sin cargo por dos años.
Antes de despedirse Ana dice que a la chacra no volvió. “No la tengo más, ya está. Tal vez por eso decidí hacer esto. No podía ir y todavía creo que no estoy preparada”. Es por eso, que se la llevó a su casa. Y allí, en el mural, y en su recuerdo, Piero sigue mirando el río.

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