Violencia en redes sociales: advierten sobre los riesgos de naturalizar los insultos y la intolerancia

"Cuando se desprecia públicamente una figura o identidad social se daña su valor, se la rebaja, se la deprecia y se habilita romper una vez más, eso que ya se encuentra lesionado", analizó una Doctora en Ciencias Sociales.

La naturalización del insulto como forma de comunicación desde las redes sociales puede «crear una atmósfera de intolerancia capaz de conducir a la violencia directa», advirtió hoy Micaela Cuesta, coordinadora del Laboratorio de Estudios sobre Democracia y Autoritarismos de la Universidad Nacional de San Martín (LEDA/Unsam), y aconsejó «desplegar lenguajes que conmuevan sin humillar ni ofender», sobre todo desde quienes «ocupan roles en medios y funciones de gobierno».

Cuando el insulto se vuelve moneda corriente se naturaliza y se corre el peligro de establecerlo como presupuesto del vínculo o lazo social:

«es creer que si no insultamos no podemos iniciar una conversación»,

advirtió en diálogo con Télam.

Cuesta, doctora en Ciencias Sociales, agregó que «esta naturalización puede llevar a normalizar modalidades hostiles del lazo social que, socavando el principio de igual dignidad de las personas, puede generar un atmósfera social y cultural de intolerancia capaz de conducir a formas de la violencia directa».

-P: ¿Qué tipo de alarma enciende para la sociedad el uso de improperios e insultos a través de las redes sociales dirigidos a diversos sectores sociales como -por ejemplo- el arte, la política, la ciencia o la política misma?

-Micaela Cuesta (MC): El insulto es un modo de relación social. Por lo general implica una cita al pasado, una remisión a una escena de subordinación, asimetría, jerarquía o dominación. No se insulta de cualquier manera ni a cualquier sujeto. Para que la palabra se convierta en insulto debe ofender la moral, las buenas costumbres, el honor o la dignidad de la persona en un momento dado.

Para que algo «valga» como insulto ha de ser dicho desde una posición desde la cual se rebaja al sujeto, lo socava, subordina y busca disciplinarlo. En el fondo trata de restituir una posición asimétrica. Quien insulta lo hace para poner «en su lugar» a quien amenaza con subvertir el estatus quo. Por eso no cualquier dicho, y proferido por cualquier persona, es eficaz en su voluntad de insultar u ofender porque el peso de quien habla se transfiere al peso de aquello que dice cuando habla.

Lo que ocurre en las redes sociales es que, a veces, trastocan el estatuto del insulto porque amparados en el anonimato se desdibuja el peso del enunciador, que -de este modo- se desresponsabiliza de los efectos de lo que dice. Para entenderlo mejor podemos usar la metáfora de la inflación y considerar que cuánto menos valor se cree que tiene la palabra ofensiva mayor circulación adquiere. Pero lo que ocurre luego es que el costo cero de viralizarla en un tiempo y volumen impensado invierte los términos de la carga y vuelve por demás pesada a la palabra proferida esa persona anónima. La cantidad de reposteos del mensaje anónimo puede alterar la calidad de lo dicho, y en esa alteración, los trolles y bots cumplen un papel fundamental.

-P: Que esos insultos sean comunicados o reproducidos desde el poder, ¿qué valor o disvalor le agrega a ese discurso violento?

-MC: Para que los insultos se conviertan en tales deben proceder de una posición jerárquica en una relación de poder porque el valor de la palabra aumenta en función de los lazos de dependencia que uno tenga con esos otros y de la audiencia que la figura alcance. Quienes ocupan medios de comunicación o funciones jerárquicas de gobierno tienen una difusión y una legitimidad mucho mayor que quienes no ejercen esos cargos.

Sin duda, no todos los lugares de poder son iguales: no es lo mismo un padre, que un cura, una médica, una jueza o un presidente. Tampoco es equivalente ni indiferente quién es objeto de ese insulto: un semejante (un par) o alguien perteneciente a un colectivo históricamente vulnerabilizado… sólo en este segundo caso el insulto cobra otra dimensión. También suelen ser objeto de insultos o improperios quienes disputan un lugar de reconocimiento en la sociedad que le ha sido negado o del que se los ha excluido a lo largo de la historia.

-P: ¿Se incrementa el riesgo de que algunos grupos o sectores sociales, avalados por este tipo de discursos, ponga en práctica hechos violentos?

-MC: Cuando los enunciados agresivos proceden de sujetos que ocupan posiciones de jerarquía respaldadas, reputadas o legitimadas por grandes públicos pueden levantar restricciones morales, éticas o políticas para que esa actitud sea emulada por sus seguidores. Esto significa que puede volverse posible y aportar razones que justifican prácticas de violencia o desprecio hacia esos colectivos atacados. Cuando se desprecia públicamente una figura o identidad social se daña su valor, se la rebaja, se la deprecia y se habilita romper eso que ya se encuentra lesionado.

-P: ¿Estas características de comunicación política puede considerarse como discursos de odio?

-MC: Se pasa del insulto al discurso de odio cuando, además de esa voluntad de ofender y disciplinar, se encuentran elementos discursivos explícitos tendientes a incitar, promover o legitimar una violencia hacia una persona o un grupo de personas en virtud de su pertenencia a un colectivo social asociado a marcas de género, raza, clase, etnia, religión, etc.

Nos situamos ante discursos de odio cuando advertimos que en esos enunciados operan formas de deshumanización (por ejemplo, a través de analogías con lo más abyecto del mundo animal considerando al otro como un insecto, alimaña o cualquier agente portador o vector de plagas), cuando se inhiben derechos, cuando -a través del hostigamiento- se lleva al silenciamiento o la exclusión del sujeto asediado de la conversación pública.

Al instalar un clima de temor se limita la libertad de expresión y se afecta la democracia. Los discursos de odio generan condiciones culturales de intolerancia hacia esos otros que se vuelven objeto y a los que no se reconoce como interlocutores válidos.

-P: ¿A cuánto estamos de que las agresiones verbales que se están dando a través de las redes sociales atraviesen esos escenarios y pasen a la vida real?

-MC: No es posible anticiparlo, pero diría que ya se pasó ese límite y se pasa cada vez que agreden físicamente a un político, cuando cubren el cuerpo de periodistas con balas de goma; cuando la sociedad no demuestra preocupación ante la desaparición o muerte de un miembro de una comunidad vulnerable; cuando se festeja el asesinato artero de «delincuentes», antes de todo juicio, en manos de las fuerzas de seguridad; cuando se deshumaniza jactanciosamente a quienes se encuentran en situación de pobreza llamándolos parásitos; cuando asistimos impávidos al crecimiento de femicidios, travesticidios y se denuncian supuestos «privilegios» de estos colectivos históricamente vulnerados.

Esta suerte de desquicio -desde el punto de vista de los derechos humanos y la dignidad de las personas- es producido -en parte- por ese corrimiento de los límites éticos a los que da lugar la normalización de discursos violentos y de odio en el seno de la sociedad. Los discursos de odio inhiben la reflexión, la mirada crítica, y desinhiben los impulsos más primitivos y elementales de los sujetos sociales.

P: ¿Qué tipo de solución a esta problemática visibiliza?

-MC: No avizoro una solución inmediata ni tampoco individual. Trabajar en alertar sobre las consecuencias subjetivas, políticas e institucionales que tiene la generalización y naturalización de los discursos de odio es una tarea imprescindible pero insuficiente. Deberíamos ser capaces de desplegar lenguajes que conmuevan sin humillar ni ofender y herramientas que nos preparen o formen, sobre todo a los jóvenes, en el uso crítico de las redes sociales, donde cada vez pasamos más tiempo y más expuestos al daño.

Por Guillermo Lipis | Agencia Télam.


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