Vuela el Pez: la escuela donde aprender es habitar la infancia y los saberes se mojan con la marea
Una escuela autogestiva de San Antonio Oeste desafía el modelo tradicional de educación desde la Patagonia y los saberes se viven en el cuerpo y no en el papel.

A las ocho y media de la mañana, el sol ya acaricia la costa de San Antonio Oeste. No hay timbres, filas, ni una voz que ordene. Hay ronda, un saludo y un desayuno que preparan manos pequeñas, cuidadosas de las frutas, huevos, maníes, atentos a los celíacos. Y hay proyectos. Cada día en la escuela Vuela el Pez comienza con una pregunta: ¿qué queremos hacer hoy?
Este espacio educativo, enclavado junto a la marea y abrazado por el monte, nació en 2011 por la preocupación de dos madres, Laura Viz y Natalia Di Giácomo. Y lo que comenzó con preguntas sobre la educación de sus hijos, se convirtió en una escuela que desafía los límites.
“Veíamos que las escuelas seguían siendo las mismas a las que fuimos nosotras, pero las infancias que eran otras, totalmente distintas”, dicen Natalia Di Giácomo, profesora de Historia del Arte, y Laura Viz, Técnica en Medio Ambiente con especialización en educación ambiental. “Ahí nos dimos cuenta de que algo tenía que cambiar”.
En 2012 ven La educación prohibida, un documental que habla sobre las educaciones alternativas al sistema tradicional, siempre entendiendo el término en torno al aprendizaje y comenzaron a crear este espacio. En 2017 abrió la primera sala para niños de entre 3 y 6 años. Dos años después, el aula se agrandó: los pececitos habían crecido, y ya pedían primaria.

“Siempre quisimos que fuera una oferta del Ministerio de Educación”, explican. Porque, aunque el corazón del proyecto es autogestivo, la convicción de que la educación es un derecho es irrenunciable para ellas. En 2023, el Ministerio les otorgó el reconocimiento. En los papeles, figura como escuela privada arancelada, pero en la práctica, es una comunidad sin fines de lucro, una construcción colectiva.
La pedagogía en Vuela el Pez se construye con muchos pilares. La educación ambiental, la ESI cotidiana, la filosofía Montessori, la neurociencia y la educación emocional conviven sin jerarquías. La clave, dicen, es no excluir. “No hacemos inclusión porque no excluimos. No hay una maestra que se encargue de eso, se hace entre todos”.
Un día en Vuela el Pez
Los de segundo y tercer ciclo asisten a la mañana. Ingresan a las 8:30 y se retiran a las 13. Siempre que entran, el sol ya salió, porque se respeta el tiempo interno de les niñes. Luego, el día transcurre entre espacios pensados para el aprendizaje activo: sala de lectura, rincón científico, espacio artístico, mesas colectivas y mucha, muchísima autonomía. “Ellos gestionan su tiempo, deambulan, resuelven. El aprendizaje pasa por el cuerpo, se habita”, explica Laura.

Todo está dentro del diseño curricular; los conocimientos son los mismos, pero la diferencia es que todos los materiales están a disposición, los libros al alcance. Se aprende a gestionar el tiempo para lograr lo que se quiere. El acompañamiento de las guías no es el de una maestra que dice “ahora hacemos esto”; ellos deambulan y logran el objetivo del día. Y los pequeños van a la tarde, con otra dinámica, bien anclada en la filosofía Montessori, con la incorporación de la lectoescritura y los cálculos.
Los viernes, el aula se corre hacia afuera. Playas, montes, flora, fauna, encuentros con la comunidad. Aprenden limpiando una playa, reconociendo un ave, preguntando por qué la marea sube y baja. “No hay un no, porque no. Todo tiene sentido”.
Espacio autogestivo
La economía del espacio también se piensa en clave comunitaria. Hoy figuran dentro del Ministerio, en los papeles, en la parte de educación privada, como escuela arancelada. Pero es una escuela autogestiva; luchan por la gestión social, que es lo que hacen .

Antes de abrir el espacio, conformaron una Asociación Civil, en la que fueron contándole a la gente que llevaba a sus chicos el proyecto que encaraban. Por eso, desde el principio, tuvieron socios que aportan a la Asociación Civil una cuota social, mensual. Además, hacen muchos eventos para financiarse de manera cooperativa y comunitaria.
“Al día de hoy tenemos tres monedas de cambio. Se saca entre todos el costo mensual de Vuela, se divide entre los niños que asisten y se determina el valor, y con qué se cubre. Hay familias que lo cubren con dinero porque pueden, y las que no, hacen eventos o se juntan socios para cubrirlo”. Pero les lleva mucho trabajo y energía, por eso siempre están atrás de lograr la gestión social o algún subsidio.
Actualmente, 40 niñes de entre 3 y 12 años asisten a Vuela el Pez y no admiten más por una cuestión de espacio. Por eso, este año están tratando de juntar plata para construir un espacio. La Municipalidad les otorgó un terreno y la idea es construir, por eso se suman los gastos. Ese edificio quedará para la comunidad.
Cuando aprender es volar
Los chicos de Vuela el Pez llegan a la secundaria con algo difícil de enseñar y aún más difícil de medir: conciencia grupal, interacción. Interés genuino por el otro. No compiten, se acompañan. Entienden los límites, pero no porque alguien los marcó en un pizarrón, sino porque los vivieron, los negociaron, los habitaron en comunidad.

“Lo que los diferencia es eso”, dice Laura . Las fundadoras de este proyecto no reniegan de la educación pública: la defienden como derecho. Pero no pueden dejar de señalar la paradoja: lo público a veces no le hace bien a los niños. “La educación tradicional no contiene a todos. Hay chicos que llegan acá desde otras escuelas y se les hace difícil adaptarse… nunca les preguntaron qué querían aprender”.
En Vuela el Pez, la pregunta es punto de partida. Y no se apaga con una respuesta apurada. “El por qué se hace eterno”, dicen. Y en ese viaje al por qué, van al libro, a la naturaleza, a la experiencia. «Nos encantaría compartir y que se replique lo que hacemos en Vuela a las escuelas, sería mas fácil para los niños, para los docentes».
Cuentan que los chicos piden desafíos matemáticos por gusto, entienden el volumen porque lo vieron en el mundo real, saben abstraer porque primero tocaron, pesaron, midieron. Cuando parece que solo hay una manera de meter conocimiento en la cabeza, no es así.
Los saberes no entran igual en un papel que yendo a la playa a ver las mareas. Lo que verdaderamente queda es lo que pasa por el cuerpo. «María Montessori decía: no se repiten conceptos, se repiten experiencias. Entonces, cuando lo hacés, el aprendizaje queda muy adentro tuyo, para toda la vida», destacan.

Las pantallas no están prohibidas; simplemente no las necesitan. Están ocupados en otra cosa: jugar, pensar, descubrir. Y sí, a veces hay feriado o paro docente, entonces también se conversa, pero las ganas de ir siempre a la escuela se sienten. “Acompañamos las luchas docentes, aunque nos autogestionemos. Les explicamos, y ellos discuten, nos refutan, pero al final nos dicen: está bien, pero no vamos a venir a Vuela el Pez”, cuentan entre risas.
No saben bien de dónde salió el nombre. Una lluvia de ideas, una hoja llena de palabras, y entre todas esas, Vuela el Pez. Como en la canción de María Elena Walsh, donde nada el pájaro y vuela el pez. “Y bueno”, dice Laura, “nosotras hacemos eso: que los pececitos vuelen”.


A las ocho y media de la mañana, el sol ya acaricia la costa de San Antonio Oeste. No hay timbres, filas, ni una voz que ordene. Hay ronda, un saludo y un desayuno que preparan manos pequeñas, cuidadosas de las frutas, huevos, maníes, atentos a los celíacos. Y hay proyectos. Cada día en la escuela Vuela el Pez comienza con una pregunta: ¿qué queremos hacer hoy?
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