¿Las últimas pulperas? 80 años entre mareas y amenazas del progreso

Amelia recuerda su infancia en el Fuerte Argentino, su vida entre las mareas y el trabajo duro de los pulperos. Ahora, un buque de Gas Natural Licuado se instalará en la playa que nacieron y temen que los haga desaparecer.

Entre las piedras y las mareas, Amelia Rolando busca pulpos, como hizo toda su vida. Fotos y videos: Luciano Cutrera.

La casa baja de Amelia Rolando es de material pintada de verde y resalta entre las casillas de chapas y maderas del barrio de los pulperos en Las Grutas. “Es la única que tiene número”, dice Amelia, y señala con su dedo el 23, «la mariposa en la quiniela», al costado la puerta. Para entrar hay que atravesar un pallet que hace de tranquera y está cubierto con un mantel lila. Bajo la sombra ella camina rápido hacia una silla, la ofrece para que todos se sientan cómodos y bienvenidos. Luego comienza a charlar con una sonrisa.

Amelia Ester Rolando tiene 80 años y dice que se crio pulpeando. Nació en San Antonio Oeste, en medio de los campos de El Gualicho. En la temporada recolectaban pulpos en las costas, y después iban allí a cuidar los animales y a buscar leña. “Veintidós hermanos somos”, asegura y lanza una carcajada fuerte que quiebra el silencio, como las olas cuando rompen en las playas vacías.

“Todos de la misma madre y el mismo padre”, cuenta, su voz firme pero cálida. Recuerda cómo, con tantos hermanos, cada uno tenía que trabajar. La temporada de pulpeo arrancaba en El Fuerte Argentino y luego, en marzo, se iban a La Isla, en Sierra Grande, donde la vida transcurría al ritmo de las mareas.

“Vivíamos atrás de una mata, mija. Hacíamos un corral de ramas, cocinábamos, dormíamos, todo al sol”, relata, su mirada perdida por un instante en algún rincón de su memoria.

En la puerta de su casa, invita a todos a pasar y compartir.

Su papá hacía como una ramada, con una lona arriba y ramas para que no se mojaran si llovía. Ahí dormían pero al despertar había que salir a pulpear. “No era como ahora que le decís a un chico y no hace las cosas, mi viejo arrancaba a las 4 de la mañana. Cuando nos levantábamos nosotros nos daban un mate cocido y a arrancar. Había que regar con agua salada para que no se levante tierra, limpiar los pulpos, acarrear leña”.

Se para y busca algo, cerca de la canilla que deja caer una gota constante sobre una palangana de metal, y con el sonido repetitivo vuelve el tiempo atrás, a sus seis años, cuando agarró por primera vez ese gancho que encontró y que alza para mostrarlo, con el que casó pulpos de la playa toda su vida para comer.

“El acarreador por ahí iba cada dos o tres días, y no se podía sostener el pulpo en tarros porque se ponía feo. Por eso, papá armaba una ramada y los envolvía en lienzos mojados. Si el patrón venía y estaba feo no se lo llevaba, si no lo cuidábamos, no comíamos. Antes se sacaba mucho pulpo”.

Con el gancho que empuña desde los seis años.

Cada mañana, el padre les daba un tarro a cada hijo y les ordenaba llenarlo. No podían regresar sin hacerlo. Amelia, madre de seis hijos, dos de los cuales ya han fallecido, dice que trató de criar a los suyos de forma distinta. “Yo no los crié como a mí, con tanta exigencia”, reconoce.

La voz de Amelia se suaviza por un instante. “La gente piensa que pulpear es lindo, pero es muy dura”, dice, y muestra la rodilla, de plástico, aquella que perdió hace cinco años al caer sobre las rocas. “La chiquizuela la perdí. No la pude encontrar. Me trajeron en un auto al hospital, y me pusieron esta plástica”, explica, con una mezcla de resignación y fortaleza.

“Ahora no tenemos tanta necesidad pero no queremos perder la cultura mija, porque te quedás en la casas sentada y perdés lo que te enseñaron tus viejos. A mi no me duele un hueso, no me duele nada yo ando todo el día. Y pulpeo”, asegura.

Sus hijos, salieron temprano a pulpear. Pero ella hoy no fue. Tiene que entrar despacio a la playa, no pueden correr por las piedras, por eso necesita ir con la marea bien abajo. La playa no es lo que era antes, que entraban y ya estaba el pulpo, ahora está al fondo “se va, se retira de las cuevas. Dicen que la playa esta sucia pero nosotros tenemos que limpiarla”, y describe con precisión como hacer para que las piedras, sigan teniendo las cuevas de los pulpos.

La playa no es lo que era antes, el pulpo está al fondo.

Desplazados


Sobre la mesa del patio está la pava, el mate y uno de sus nietos los convida. Amelia mete una cuchara en el sartén negro y saca una salsa de tomates que pone sobre los panes que ya leudaron. Tiene la piel oscura, quemada por los años bajo el sol, y con unas manchas de vitiligo, que parecen la salpicadura de la espuma de sal.

A ese barrio llegaron cuando en Las Grutas no había nada, o casi nada. “Estaba la casa del tal Contreras que criaba unas chivas. Después llegó Masa que era albañil. Lo del Casino no existía y ahí, en las Torres era todo chañaral”, cuenta y reconoce que fue Rosa, una de sus tantas hermanas la primera que llegó.

Se instalaron ahí en el barrio La Paloma. A la altura de la cuarta bajada recorrían juntas a la playa y sacaban un montón de pulpos. “Después vino el turismo, venían con las palas, daban vuelta las piedras y así las dejaban y el pulpo ya no volvió. El turismo no sabe, pero se podría haber puesto una persona, para que le digan que no rompan, ellos lo hacen de curiosos”.

Rosa, una de las hermanas de Amelia, se prepara para salir a pulpear.

No había pulpos y debieron avanzar hasta Las Coloradas. Pero en poco tiempo, llegaron las lanchas, “nos van corriendo de a poquito. Yo digo, nos dejan sin nada a los pulperos, nos meten en una bolsa”, se resigna, pero solo es el prólogo de una nueva preocupación.

Por estos días, en el barrio de los pulperos todos hablan de lo mismo. Están haciendo movimientos de suelo, que ellos relacionan con el anuncio de la instalación de un buque de Gas Natural Licuado (FLNG, por sus siglas en inglés) sobre el Golfo San Matías, en esa playa.

El buque llamado Hilli Episeyo llegará a las costas de Río Negro en 2027, una unidad flotante de licuefacción en la que, a partir del gas natural que llega por un gasoducto, se produce el GNL y se despacha a los buques metaneros para ser transportado.

“Y lo traen al Fuerte Argentino, donde nos criamos todos los pulperos”, dispara Amelia y se queda sin aliento. “Nos van a poner ese aparato que dicen que no le hace nada a los pulpos. ¿Cómo no les va a hacer? Los quema, señora. Si se recalienta el agua, el pulpo se va al fondo”, la voz se quiebra de bronca y se apaga.

Desde hace tiempo, ellas son testigos silenciosas del daño al ambiente a través de sus pulpos. “El año pasado con mi hermana sacábamos cinco kilos, ahora, un kilo. Hasta los jóvenes que corren en las piedras, no traen más dedos kilos. Y no tiene casi bajante la marea, si tuviera iríamos al fondo a sacar, pero esto se está perdiendo, nos dejan sin nada y listo te terminaste”, lanza.

Jura que solo dice la verdad de lo que están viviendo. Y le preocupa que si les quitan eso, con lo que las familias sacan el mango en el verano para comer, todo se pierda. “De yapa estamos re viejas, no podemos hacer nada. No estoy loca. Somos de tirones largos, mis abuelas fallecieron a los 110, 115”, dice.

Más tarde, cuando se para con el gancho y el balde en la playa, asegura: “es como que tuviera alas, como una mariposa, lo único que me importa es volar hasta el mar, para sacar pulpos”.


Entre las piedras y las mareas, Amelia Rolando busca pulpos, como hizo toda su vida. Fotos y videos: Luciano Cutrera.

La casa baja de Amelia Rolando es de material pintada de verde y resalta entre las casillas de chapas y maderas del barrio de los pulperos en Las Grutas. “Es la única que tiene número”, dice Amelia, y señala con su dedo el 23, "la mariposa en la quiniela", al costado la puerta. Para entrar hay que atravesar un pallet que hace de tranquera y está cubierto con un mantel lila. Bajo la sombra ella camina rápido hacia una silla, la ofrece para que todos se sientan cómodos y bienvenidos. Luego comienza a charlar con una sonrisa.

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