Su vida, su obra

Su vida fue límpida y de gran decoro. El ansia de un órden espiritual alentó toda su acción inconforme, desde su juvenil posición socialista hasta los últimos instantes de su aspiración cristiana. Lugones luchó contra la ignorancia y contra la semi ignorancia; contra la desidia de los gobernantes. Fue escalando su voluntario camino de perfección, y lo perseguía la diatriba de los que no entienden o no quieren entender.

Detrás del cazador de metáforas y finísimo esteta, como también detrás del luchador apasionado, había una gran alma de constructor y de contemplativo, hija de su tierra y de su tiempo. Todas sus mutaciones no fueron cabriolas ni errancias, sino etapas. Y ese hombre, ese gran hombre fue -a pesar de muchos de sus críticos- un eximio poeta, el poeta de la raza, un profundo pensador, un arrebatado polemista y, por sobre todas las cosas, un sincero idealista. Poderoso hombre de espíritu hasta en sus defectos, porque es cualidad del espíritu el ser espejo de las cosas.

Así esteriotipó él, en sí mismo las más netas virtudes patrias, junto con los defectos de nuestra época y las deficiencias de nuestra cultura. Es cierto que en su juventud fue un cazador de imágines y hasta un beligerante por gusto. Pero su recio temple moral le imperaba a hacer a fondo cuanto hacía. Y así, a fuerza de hacer bien el oficio de poeta y de patriota, empezó a vislumbrar a Dios a través y por medio de esas dos altas realidades espirituales en que él moraba: la Belleza y la Patria. Y todo esto lo demuestra esa incontenible obsesión suya con que en sus postreros y conmovedores artículos repite al ritornello: «la belleza es el resplandor de Dios en la armonía de lo creado».


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