Un buen colegio

Por Héctor Ciapuscio

Hay una experiencia compartida por evaluadores competentes. Cuando se examinan aspirantes según el currículum que han presentado para una posición, privada o pública, el hecho de que alguien consigne su título de bachiller como del Colegio Nacional de Buenos Aires anota un claro punto en su favor: significa que tiene buenas bases. Hay una historia que ilustra: por ese colegio pasaron varias generaciones de personas de valor, una cantidad de escritores, artistas y científicos, cuatro presidentes, dos premios Nobel. Estadísticamente, su éxito se patentiza en el rendimiento de sus egresados en las universidades. ¿Razones? Enseña a pensar (el gran déficit del nivel secundario en el país) y, dentro de un proyecto científico/humanista que sintetiza tradición y modernidad, valora sobre todo el saber y la conducta.

Nos ocupamos de este colegio de la UBA porque debería ser, en lo posible, ejemplo para el resto. En tiempos cuando se habla tanto de la importancia de la educación para sociedades en crisis, vale la pena recordar cómo gravita en un país la calidad del secundario. Lo han señalado grandes maestros aquí y afuera. Muchos han recomendado que la estrategia escolástica adopte ese nivel como su centro. Se trata de una etapa decisiva para el futuro de los jóvenes porque esta experiencia de su vida, para bien o para mal, los marca a fuego. Y no sólo en lo intelectual; alguien dijo que uno es, realmente, de allí donde hizo el secundario.

El colegio en sus comienzos

Veamos algo de sus primeros tiempos. El cuadrado urbano porteño comprendido entre las actuales calles Bolívar, Alsina, Perú y Moreno es conocido como «la manzana de las luces» desde 1821, cuando -bajo el influjo civilizador de Rivadavia y al lado del templo de San Ignacio- se ubicó allí la Biblioteca y la Universidad recién fundadas. No mucho después Juan Cruz Varela se enfervorizó en un ditirambo poético que decía: «Buenos Aires empaña de Atenas / el remoto, inmortal esplendor». En 1863 el presidente Mitre, dando materia a su idea del ciclo medio como instrumento para la identidad argentina, firmó el decreto de creación del Colegio Nacional, ubicándolo allí mismo y encargó a Amadeo Jacques el proyecto educativo. A la luz de lo que éste elaboró y del criterio de excelencia que impuso, no hay duda de que fue una decisión acertada. Es curioso, pero del propio organizador sólo ahora -luego de publicada la monografía «Amadeo Jacques. El sueño democrático de la filosofía»(1997) de su connacional Patrice Vermeren- podemos contar con referencias biográficas satisfactorias. (1) Han sido siempre suficientes aquellos brochazos de Miguel Cané en «Juvenilia»: presencia imponente, conocimientos enciclopédicos, orientación científica, ética del esfuerzo, lecciones memorables sobre asuntos (por ejemplo, la atmósfera y la biología vegetal) que llevaban muchas veces a los alumnos, transportados, a silenciar el timbre del recreo para que siguiera hablando. En fin, la congoja por su muerte inesperada y la nostalgia consiguiente.

«Juvenilia» rescata memorias de vida del autor en su Colegio. En la vertiente crítica, el trabajo ha sido visto por «desconstruccionistas» como un vehículo cultural del régimen oligárquico (el caso de David Viñas, quien juzga que el alumno Cané construye a Jacques en beneficio de la Generación del 80 como al «maestro» de una sociedad patriarcal). Pero ésta es una mirada mezquina. Porque lo que importa y trasciende es que esas simpáticas memorias estudiantiles han servido como mito fundante y tradición emotiva para el mejor colegio secundario del país.

Hace unos días tuvo lugar la celebración de los treinta años del egreso de la cohorte de 1972.

El juicio de los alumnos

Los conceptos que enhebró allí el elegido para representar al conjunto tuvieron, correspondiendo a la historia que les tocó vivir tempranamente en una sociedad políticamente arrasada, un contenido testimonial. Aquí referimos, correspondiendo al tema de esta nota, algunas expresiones suyas sobre lo que significó el Colegio para ellos.

Dijo que la historia del paso por la casa era una historia de amor. Amor por la verdad, por el rigor intelectual, el esfuerzo, la honestidad. Amor por el conocimiento. Por la lucha contra las injusticias. Amor por la literatura, la física, la biología. Amor por el latín y su seductora lógica interna. Por la ciudad de Buenos Aires. Por Epicuro y sus dioses, Heráclito, Lucrecio y sus átomos. Amor por la dialéctica, por Catulo y su «odi et amo». También dijo que la principal diferencia entre este colegio y otros es que lo sostiene un pacto tácito entre padres, alumnos, profesores y autoridades, según el cual el saber ocupa un lugar privilegiado. Que son los padres los primeros en firmar este pacto al decidir que su hijo enfrente el esfuerzo excepcional del examen de ingreso y adquiera la conciencia y el hábito de vencer dificultades. Y, finalmente expresó, junto a algunos consejos de superación, el orgullo de que su colegio, donde tantos profesores enseñaron a no seguir recetas sino investigar, a recurrir a las fuentes y no conformarse con lo de ellos mismos, fuera público, bueno y gratuito.

Este reconocimiento tan poco común en cuanto a la sustancia fue expuesto por un ex alumno distinguido, un biólogo brillante que ha remontado, en temprana madurez, los rangos mayores de la jerarquía académica y científica en el país y el extranjero. Testimonio vivo, él mismo, de un colegio ejemplar.

(1) – Jacques, profesor de filosofía de la Escuela Normal Superior, fue cesanteado en 1851 por influencia del partido clerical luego del golpe de Estado de Napoleón III («el pequeño»). Llegó exiliado a Montevideo en 1852 portando una cálida carta de recomendación del gran Alejandro von Humboldt y un equipo de laboratorio. Abrió allí, convencido de que «sería inútil traer especulaciones metafísicas a estos países nuevos y útil en cambio enseñar ciencias aplicadas a la industria, la agricultura y el comercio», un curso público de química, física experimental y mecánica que no tuvo éxito. Se trasladó luego a nuestro país. Trabajó primero en Tucumán y luego en Buenos Aires.


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