Un faraón musulmán

Hasta hace apenas un año, los gobiernos de Estados Unidos y de otras potencias occidentales trataban a la Hermandad Musulmana como una organización multinacional muy peligrosa, de ideología islamista agresiva, que en su opinión planteaba una amenaza a la paz mundial. Pero en cuanto se hizo evidente que la Hermandad triunfaría en las elecciones egipcias y que desempeñaría un papel protagónico en otros países árabes, optaron por calificarla de “moderada”, como si a su juicio fuera una versión islámica de la muy pacífica democracia cristiana alemana, con la esperanza de que sus líderes entenderían que les convendría respetar los derechos de las minorías, en especial la conformada por los aproximadamente 15 millones de coptos –cristianos egipcios– que ya son blanco de campañas de persecución religiosa. Por desgracia, parecería que no se justifica el optimismo de personas como el presidente norteamericano Barack Obama y la secretaria de Estado Hillary Clinton, que en el transcurso de su gestión se han habituado a aludir a la “moderación” de dirigentes como Mohamed Morsi y, antes de estallar la rebelión en Siria, del dictador Bashar al-Assad, que según Washington era un reformista bienintencionado. De todos modos, horas después de ser elogiado en público por Clinton por su papel mediador en el conflicto entre Israel y Hamas –una agrupación afiliada a la Hermandad Musulmana–, el presidente egipcio Morsi se proclamó por encima de la ley, otorgándose a sí mismo poderes absolutos, una maniobra que desató una ola de protestas callejeras en El Cairo parecidas a las que sirvieron para derrocar al dictador Hosni Mubarak. Según los manifestantes, Morsi se cree el nuevo “faraón”, el sucesor de otros déspotas recientes como Mubarak y Anwar el-Sadat. Como es natural, la voluntad patente de Morsi de erigirse en un dictador, si bien uno que cuenta con el apoyo de una proporción sustancial de sus compatriotas, preocupa sobremanera a los norteamericanos, europeos y, desde luego, israelíes. Querían convencerse de que la Hermandad Musulmana había abandonado su programa histórico, que es implacablemente antioccidental y que, de prosperar, culminaría con la creación de un “califato” de aspiraciones hegemónicas, por entender que no era realista en el mundo actual. Asimismo, apostaban a que, al verse obligados a gobernar un país con tantos problemas como Egipto, los islamistas asumirían una postura pragmática, aceptando el pluralismo tanto político como religioso, para concentrarse en mejorar el estándar de vida de la gente. Aunque es comprensible que los líderes de Estados Unidos y otros países hayan procurado persuadirse de que, las apariencias no obstante, la Hermandad Musulmana era en el fondo un movimiento moderado y que incluso los fanáticos de Hamas, aleccionados por sus correligionarios egipcios, terminarían actuando como políticos democráticos, la historia reciente de Europa debería haberles advertido que es peligroso subestimar el poder movilizador de ideologías violentas, sobre todo si se basan en “verdades” supuestamente irrefutables. Puede que haya una diferencia radical entre la Hermandad Musulmana egipcia y su sucursal palestina en la Franja de Gaza, la que no disimula su voluntad de aniquilar a Israel y, si es posible, al pueblo judío en su conjunto, por los medios que fueran, pero es demasiado temprano para confiar en la hipotética maduración de un movimiento que muchos han comparado con el fascismo que, menos de un siglo atrás, tuvo un impacto catastrófico en Europa. Para hacer frente a la Hermandad Musulmana, si es que se han propuesto hacerlo en el futuro, los gobiernos occidentales tendrían que aprovechar las necesidades económicas de Egipto y otros países del Oriente Medio. Sin la ayuda en gran escala de la “comunidad internacional”, Egipto correría el riesgo de sufrir una crisis devastadora, con hambrunas y desocupación aún más masiva que en la actualidad. Por motivos humanitarios, y por miedo a las eventuales consecuencias geopolíticas, los gobiernos occidentales son reacios a privar a Egipto de los recursos financieros que tan desesperadamente necesita, pero a menos que Morsi abandone el intento de convertirse en otro dictador absoluto, no les sería nada fácil continuar enviándole los miles de millones de dólares que precisaría para evitar una debacle económica.


Hasta hace apenas un año, los gobiernos de Estados Unidos y de otras potencias occidentales trataban a la Hermandad Musulmana como una organización multinacional muy peligrosa, de ideología islamista agresiva, que en su opinión planteaba una amenaza a la paz mundial. Pero en cuanto se hizo evidente que la Hermandad triunfaría en las elecciones egipcias y que desempeñaría un papel protagónico en otros países árabes, optaron por calificarla de “moderada”, como si a su juicio fuera una versión islámica de la muy pacífica democracia cristiana alemana, con la esperanza de que sus líderes entenderían que les convendría respetar los derechos de las minorías, en especial la conformada por los aproximadamente 15 millones de coptos –cristianos egipcios– que ya son blanco de campañas de persecución religiosa. Por desgracia, parecería que no se justifica el optimismo de personas como el presidente norteamericano Barack Obama y la secretaria de Estado Hillary Clinton, que en el transcurso de su gestión se han habituado a aludir a la “moderación” de dirigentes como Mohamed Morsi y, antes de estallar la rebelión en Siria, del dictador Bashar al-Assad, que según Washington era un reformista bienintencionado. De todos modos, horas después de ser elogiado en público por Clinton por su papel mediador en el conflicto entre Israel y Hamas –una agrupación afiliada a la Hermandad Musulmana–, el presidente egipcio Morsi se proclamó por encima de la ley, otorgándose a sí mismo poderes absolutos, una maniobra que desató una ola de protestas callejeras en El Cairo parecidas a las que sirvieron para derrocar al dictador Hosni Mubarak. Según los manifestantes, Morsi se cree el nuevo “faraón”, el sucesor de otros déspotas recientes como Mubarak y Anwar el-Sadat. Como es natural, la voluntad patente de Morsi de erigirse en un dictador, si bien uno que cuenta con el apoyo de una proporción sustancial de sus compatriotas, preocupa sobremanera a los norteamericanos, europeos y, desde luego, israelíes. Querían convencerse de que la Hermandad Musulmana había abandonado su programa histórico, que es implacablemente antioccidental y que, de prosperar, culminaría con la creación de un “califato” de aspiraciones hegemónicas, por entender que no era realista en el mundo actual. Asimismo, apostaban a que, al verse obligados a gobernar un país con tantos problemas como Egipto, los islamistas asumirían una postura pragmática, aceptando el pluralismo tanto político como religioso, para concentrarse en mejorar el estándar de vida de la gente. Aunque es comprensible que los líderes de Estados Unidos y otros países hayan procurado persuadirse de que, las apariencias no obstante, la Hermandad Musulmana era en el fondo un movimiento moderado y que incluso los fanáticos de Hamas, aleccionados por sus correligionarios egipcios, terminarían actuando como políticos democráticos, la historia reciente de Europa debería haberles advertido que es peligroso subestimar el poder movilizador de ideologías violentas, sobre todo si se basan en “verdades” supuestamente irrefutables. Puede que haya una diferencia radical entre la Hermandad Musulmana egipcia y su sucursal palestina en la Franja de Gaza, la que no disimula su voluntad de aniquilar a Israel y, si es posible, al pueblo judío en su conjunto, por los medios que fueran, pero es demasiado temprano para confiar en la hipotética maduración de un movimiento que muchos han comparado con el fascismo que, menos de un siglo atrás, tuvo un impacto catastrófico en Europa. Para hacer frente a la Hermandad Musulmana, si es que se han propuesto hacerlo en el futuro, los gobiernos occidentales tendrían que aprovechar las necesidades económicas de Egipto y otros países del Oriente Medio. Sin la ayuda en gran escala de la “comunidad internacional”, Egipto correría el riesgo de sufrir una crisis devastadora, con hambrunas y desocupación aún más masiva que en la actualidad. Por motivos humanitarios, y por miedo a las eventuales consecuencias geopolíticas, los gobiernos occidentales son reacios a privar a Egipto de los recursos financieros que tan desesperadamente necesita, pero a menos que Morsi abandone el intento de convertirse en otro dictador absoluto, no les sería nada fácil continuar enviándole los miles de millones de dólares que precisaría para evitar una debacle económica.

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