Un ser para extrañar

Tenía cara de plomero de carácter huraño. Esos plomeros que no tocan timbre y no es necesario explicarles dónde está el problema. Van derecho. Encorvados. Dejando una estela de ruidos de fierros de las herramientas. Ennegrecidas. Pero León Ferrari no fue una cara. Fue una humanidad. Un tejido de emociones y vitalidades de entrega total a su tiempo. Un tiempo que seguirá siendo presente. En su estudio o, mejor, en su taller habrán quedado en desordenado amontonamiento las libretas de tapas negras de hule. Las hojas que recogen sus reflexiones. Sobre la vida. El arte. Sobre los tiempos plenos que transitó. Y también los sombríos días de las sombrías dictaduras que intentaron arrinconarlo. Perseguirlo. Y que un día le arrancaron un hijo. En ese estudio seguramente quedó un libro muy ajado. Páginas salpicadas quizá de pintura. O perforadas por alguna chispa de la autógena que unió formas de la mano de León. Las páginas de “Por qué no creo en Dios”, de otro flaco y alto: el inglés Bertrand Russell. Socio de León en rebeldías. Otro inmenso irreverente ante el sometimiento con que el poder permanente procura manejar el mundo de las ideas. Las vacas sagradas del pensamiento. El Vaticano, por caso. Y todo el daño que ha hecho a lo largo de los siglos con su dogmatismo. Y su vara de medir lo bueno y lo malo. Lo moral y lo no moral. Humanidad de utilería la vaticana. Como sintetizó inteligentemente un inteligente, Fernando Savater. “No veo por qué hacerles juicios a las tabacaleras; ¿por qué no le hacen juicio al Vaticano, que a lo largo de los siglos ha hecho mucho más daño que el tabaco?”. Y la Iglesia Católica argentina que detestó a León Ferrari. “¡Sacrilegio!”, chilló hace menos de una década el entonces cardenal Jorge Bergoglio cuando el talentoso León expuso en La Recoleta su impresionante Cristo crucificado sobre un avión de combate de Estados Unidos. Inquisición para León. Linda, cálida reflexión la de Rep de hace horas ante la muerte de su amigo León Ferrari: “Fue un agitador de aguas, agitó con la belleza de su arte”. León Ferrari vio la existencia como plenitud única. Hacer y hacer. Arremeter contra las inercias. El conformismo. En ese trayecto tuvo algo de Sarmiento en aquello de hombre de “rompe y raja”. Fuerza. Tenacidad en la convicción de estar prestando un servicio a la vida. Así vio el arte León Ferrari. Lo suyo fue la forma inesperada. Lo que provoca la inocente calidad e inocente pregunta “¿Y esto qué es?”. Y esa respuesta de Pablo Picasso ante las tantas cálidas e inocentes preguntas que alentaron muchas de sus obras: “Es lo que usted quiera imaginar. Póngale viento de cola a su imaginación”. Y sí, el arte de León tuvo algo del arte de Picasso. El instante que se extrae de un instante rápido. Y que se almacena. Y que hay que liberar rápido, darle forma. Instalarlo en la forma que alienta aquella cálida e inocente pregunta. Pero instalarlo. Y entonces el instante muere. Y su traducción en ésta o aquella forma va por la vida. Con autonomía de lo que quiso decir el creador de la forma. Como hizo Goya. O Picasso. O Cartier Bresson. Y nuestro desbordante Berni. Y como hizo León, el hombre con cara de plomero rezongón. Un ser para extrañar.

Carlos Torrengo carlostorrengo@hotmail.com


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