Una enfermedad incurable

JAMES NEILSON

Hace casi tres milenios algunos sacerdotes hebreos decidieron que sería una muy buena idea sacrificar un chivo y endosar a otro la culpa por los pecados cometidos por el pueblo, para entonces expulsarlo al desierto, donde no podría causar más daño. No pudieron preverlo pero, con ironía cruel, desde la antigüedad al pueblo judío mismo le correspondería cumplir el papel ingrato del chivo expiatorio universal bajo pretextos que cambiarían a través de los siglos. La negativa a adoptar plenamente la cultura helénica les mereció la hostilidad de los griegos. Los romanos toleraban a los judíos con tal que se sometieran a sus órdenes; cuando se rebelaron, reaccionaron con su ferocidad rutinaria. Igualmente brutales resultaron ser los cristianos y, andando el tiempo, los musulmanes. Entonces llegaría el turno de zaristas rusos y los nazis alemanes. Aunque por algunos años los europeos, tardíamente horrorizados por lo hecho por los nazis y sus colaboradores franceses, polacos, ucranianos y otros, procuraron superar el antisemitismo, sólo se trataba de una tregua. Una vez más, el odio hacia los judíos está motivando grave preocupación en muchos países de Europa y en América Latina. Si bien en el Viejo Continente el repliegue del cristianismo ha reducido la influencia de aquellos fanáticos que acusan a los judíos –no a los romanos, o sea italianos– de “asesinar a Cristo”, él mismo un judío, los han remplazado izquierdistas proclives a atribuir todos los problemas del mundo a la existencia de Israel. Para diferenciarse de los inquisidores y nazis de otros tiempos, dicen no ser antisemitas sino antisionistas, pero mientras que pasan por alto las matanzas multitudinarias perpetradas por otros países, cualquier atropello, por menor que sea, perpetrado por un soldado israelí les parece más que suficiente como para justificar una protesta callejera masiva. Por fortuna, en la Argentina el antisemitismo es, por decirlo de algún modo, de baja intensidad. A juzgar por los resultados de una encuesta mundial que fue realizada hace poco por la Liga Antidifamación B’nai B’rith, en comparación con casi todos sus vecinos la Argentina dista de ser un país tan antisemita como muchos suponen. Su mala reputación en tal sentido se debe a la voluntad del gobierno del general Juan Domingo Perón de dar una bienvenida calurosa a contingentes de criminales de guerra que escaparon de los escombros del Tercer Reich. Como resultado, cualquier manifestación de odio por parte de una secta de marginados que sienten nostalgia por Hitler suele tomarse en el exterior por evidencia de que el nazismo está reagrupándose en algún reducto andino. Según B’nai B’rith, el 24% de la población argentina alberga prejuicios despectivos, pero en el resto de la región, con la excepción notable de Brasil, la situación es llamativamente peor. También lo es en Europa: parecería que el 29% de los españoles, el 37% de los franceses y un asombroso 69% de los griegos, tan memoriosos ellos, no quieren para nada a los judíos. En cambio, a pesar de la agitación de militantes de la izquierda dura enquistados en muchas universidades y el activismo notorio de predicadores musulmanes de retórica genocida, los países escandinavos, Holanda y el Reino Unido son considerados relativamente libres de la enfermedad. El caso de Grecia es un tanto extraño, ya que sólo quedan 6.000 judíos en todo el país, pero sucede que el antisemitismo puede florecer sin la presencia física de quienes supuestamente encarnan alguna que otra variante del mal. Los judíos nunca han hecho mucho para llamar la atención ajena en Japón y China, pero en ambos países el 20% o más de los consultados confesó desconfiar de ellos. Parecería que, como sucede en Europa, ciertos izquierdistas asiáticos los creen dueños de las finanzas internacionales y por lo tanto responsables de todas las dificultades económicas, mientras que los conservadores los toman por bolcheviques natos resueltos a dinamitar el orden establecido. Sea como fuere, es poco probable que en el Lejano Oriente el antisemitismo adquiera las proporciones monstruosas que alcanzó hace más de medio siglo en Europa y que, en la actualidad, lo caracterizan en el amplio mundo musulmán. Los no familiarizados con la historia suelen dar por descontado que la furia antijudía no sólo de los árabes sino también de paquistaníes y malayos se debe exclusivamente al conflicto territorial entre los israelíes y sus vecinos, pero por desgracia sus raíces son mucho más profundas. Lo mismo que los cristianos hasta que las distintas iglesias optaron por asumir una postura menos vengativa, los musulmanes, comenzando con Mahoma, se ensañaron con los judíos a causa de su resistencia a abandonar la fe de sus mayores y abrazar la nueva. Si bien los toleraban con tal que se resignaran a ser lo que hoy en día se llama “ciudadanos de segunda”, la creación de Israel puso fin a la convivencia nada satisfactoria así supuesta. Como ocurrió en los años veinte del siglo pasado cuando millones de griegos, es decir cristianos, tuvieron que abandonar los lugares en Turquía en que sus precursores se habían afincado miles de años antes y los musulmanes turcos dejaron Grecia, se efectuó un intercambio de poblaciones, pero mientras que Israel incorporó enseguida a los judíos expulsados de los países árabes, éstos mantuvieron a sus correligionarios en campos de refugiados, financiados por Europa y Estados Unidos, con el propósito de aprovechar sus penurias para presionar emotivamente a “la comunidad internacional”. Huelga decir que la táctica ha funcionado muy pero muy bien. A nadie le preocupa demasiado que un país se proclame una república islámica o que discrimine sistemáticamente en desmedro de los infieles, como hacen Arabia Saudita, Malasia y algunos otros, pero la voluntad de los israelíes de tener un Estado Judío ha desatado ola tras ola de indignación en el Occidente. El que se trate del único país de la región en que los musulmanes, además de los cristianos, pueden vivir en libertad y en igualdad de condiciones no impresiona a los “antisionistas”, que se las han ingeniado para convencerse de que la eliminación de Israel, que, como saben, significaría la matanza de buena parte de sus habitantes, serviría para inaugurar una época de paz universal. Los nazis obsesionados por “el problema judío” también pensaban que sería mejor matar al chivo expiatorio que permitirle construir un hogar en el desierto, pero, claro está, no hay vínculo alguno entre el antisionismo militante de ciertos progresistas occidentales y el antisemitismo tradicional.

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