Una implosión peligrosa

Es lógico que la reacción de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner frente a la derrota que sufrieron sus partidarios en las llamadas “primarias” haya motivado mucha especulación acerca de su estado anímico. En todos los países, la salud del presidente o primer ministro es un asunto de gran importancia, pero lo es mucho más en uno tan exageradamente caudillista como la Argentina. En opinión incluso de algunos simpatizantes, los intentos un tanto absurdos de Cristina de amortiguar el impacto del revés experimentado en las urnas, como hizo al aludir al triunfo anotado en la Antártida, donde votaron un centenar de militares habituados a obedecer las órdenes de sus jefes, y en la comunidad qom, en que se impusieron los votos de “criollos” ajenos al pueblo indígena, reflejan su presunta voluntad de refugiarse en una realidad propia que tiene muy poco que ver con lo que está sucediendo en el país. Por cierto, el desprecio rencoroso que según parece siente la presidenta por el más del 70% del electorado que el domingo pasado votó en contra de los candidatos oficialistas –una actitud que comparte plenamente el senador kirchnerista Aníbal Fernández, que no vaciló en afirmar que le importan un “carajo” los votos conseguidos por los partidos opositores– no la ayudará a recuperar lo que ha perdido en las elecciones legislativas del 27 de octubre. Antes bien, plantea el riesgo de que se produzca una debacle de dimensiones que, hasta hace poco, eran apenas concebibles, lo que sí cambiaría radical e irreversiblemente el panorama político del país. A juzgar por lo dicho últimamente por la presidenta y por sus “militantes”, se han convencido de que al país no le queda más alternativa que someterse pasivamente a todo cuanto se les ocurra hacer, ya que no permitirán que el voto de una mayoría abrumadora los obligue a modificar nada. No darán “un solo paso atrás” aunque el 99% lo exigiera. En otras palabras, se han propuesto actuar como si Cristina fuera una monarca absoluta o una dictadora sin necesidad alguna de tomar en cuenta las opiniones o deseos de quienes no forman parte de su propio círculo áulico. Desde su punto de vista, pues, se trata de todo o nada, de que el país elija entre resignarse a ser gobernado por una presidenta que se supone por encima no sólo de la voluntad ciudadana sino también de las reglas constitucionales por un lado y, por el otro, de insistir en obligarla a acatarlas, además de prestar la debida atención a los resultados electorales como corresponde en una democracia. Detrás de los debates que están celebrándose en torno al “equilibrio emocional” de Cristina, un tema que, según se informa, preocupa mucho no sólo a sus críticos sino también a sus médicos personales, se halla la sospecha de que, a menos que logre todo lo mucho que pretende, podría optar por abandonar el poder, culpando a los demás –al país– por no dejarla gobernar como quisiera. Habrá tenido en mente dicha eventualidad el senador nacional Jorge Yoma, actualmente del peronismo disidente, cuando afirmaba que es gracias a Daniel Scioli que “no estamos en una asamblea legislativa para elegir presidente”, ya que a su juicio, de no haber respaldado el gobernador bonaerense con tanta energía la candidatura del representante de Cristina, Martín Insaurralde, el Frente para la Victoria oficialista hubiera conseguido una mera fracción de los votos que finalmente obtuvo. Se hubiera tratado de un revés incomparablemente más doloroso que el de mediados del 2008, cuando el entonces vicepresidente Julio Cobos votó en el Senado a favor del campo y el expresidente Néstor Kirchner, enfurecido por “la traición”, exhortó a su esposa, la presidenta, a tirarle el gobierno. Lo entiendan o no la presidenta y sus “soldados”, para gobernar la Argentina por los dos años y cuatro meses que aún le quedan de su mandato constitucional, tendrán forzosamente que reconciliarse con una parte sustancial de la ciudadanía. Sin embargo, para extrañeza de sus adversarios y consternación de sus simpatizantes, Cristina parece haberse decidido a despilfarrar, de la manera más rápida posible, el capital político que todavía retiene, beneficiando así a los dirigentes opositores y, lo que es peor, sembrando dudas legítimas en cuanto a lo que se ha propuesto hacer para salir del brete en que se encuentra.


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