Ya se sabe quién ganará en noviembre


Aunque el Gobierno insiste en mostrar cada desembarco de vacunas, la convicción predominante es que administró de manera deficiente el plan de vacunación.


Un contraste evidente salta a la vista: la crisis social se acelera a una velocidad mayor que los movimientos de los principales bloques del sistema político para contenerla.

El factor que potenció esa aceleración es el naufragio de la gestión sanitaria. El Gobierno teme llegar a fin de año con la cifra aterradora de 100.000 muertos y aunque insiste con mostrar cada desembarco de vacunas, la convicción predominante es que administró de manera deficiente el plan de vacunación.

Una primera y tibia admisión hizo el canciller Felipe Solá al reconocer los problemas con AstraZeneca. Sergio Massa intentó en el Congreso despejar las dudas sobre las gestiones con Pfizer, pero sólo logró confirmar el desatino oficialista, cuando despreció millones de dosis por razones que siguen en la oscuridad.

El trovador K Ignacio Copani ironizó sobre las quejas por esa vacuna inaccesible. Hasta ese precario propagandismo de emergencia parece desacompasado con la realidad. Mientras el oficialismo se burla de los que imploran “dame la Pfizer”, sus propios votantes ya están reclamando “completame la Sputnik”.

El único favor público que recibió el oficialismo fue de Mauricio Macri. Cometió un error grave al hablar del coronavirus como un mal menor y se vió obligado a disculparse. Mal de muchos: la Rosada celebró que el expresidente se sume a los derrapes discursivos del presidente actual.

La aceleración de la crisis sanitaria tiene además una proyección de largo plazo que impacta de lleno en las expectativas sociales. El colapso educativo es innegable. El sistema venía disfuncionando desde antes de la pandemia, cooptado por intereses sindicales y una ideología dominante reñida con el futuro. Pero el cierre de las escuelas terminó por condenar las aspiraciones de movilidad social basadas en la adquisición de conocimientos.


El fracaso sanitario es la antítesis del orden, expresada en drásticos términos vitales. El naufragio económico enfrenta al oficialismo con la defraudación de sus propias promesas.


Pero no sólo el factor pandémico profundizó la crisis social. Hubo decisiones económicas que agravaron el cuadro de fondo. El ministro Martín Guzmán parece haber claudicado a mitad del río. Economistas de distinto sesgo le reconocen que ajustó algo el déficit, licuando gasto público y previsional con impuesto inflacionario. Pero cuando avanzó con los medios, su propio Gobierno comenzó a boicotearle el fin. No quiere un acuerdo con el FMI antes de las elecciones. La indefinición sobre la deuda externa acumula tensiones. La inflación exorbitante, que el Gobierno busca barrer bajo la alfombra, potencia la conflictividad social e interpela a todo el arco político.

Cristina Kirchner sorprendió al dejar en evidencia el grado de desconcierto con el cual enfrenta el oficialismo ese desafío. “Volveremos a ser felices”, la nostalgia de otros tiempos como única motivación política encontrada en el desván de harapos que le está dejando la crisis, es toda una señal de impotencia en la articulación discursiva del oficialismo.

El modelo kirchnerista nació en una fragua en la que coincidieron la fenomenal licuación del salario que legó el derrumbe de la convertibilidad y el viento de cola del precio de la soja a tasas chinas. Al nuevo oficialismo le fue posible entonces erigirse al mismo tiempo como partido del orden y principal actor del cambio.

La crisis actual ha destrozado esta vez mucho más que esa combinación con aspiraciones de totalidad sistémica. La crisis conspira incluso contra ambas aspiraciones por separado.

El fracaso sanitario es la antítesis del orden, expresada en los más drásticos términos vitales. El naufragio económico enfrenta al oficialismo con la defraudación de sus promesas de cambio.

Ambas circunstancias decoloran el discurso oficialista hasta recluirlo en la más insustancial de sus promesas: volver a la antigua felicidad. Ese tembladeral doctrinario y práctico asegura un panorama electoral turbulento. Si el Gobierno gana, la crisis seguirá pendiente, pero podrá usarla para cambiar el sistema. Si pierde, la crisis lo acechará para complicarle la gobernabilidad.

Sin contención sistémica, el resultado de noviembre es previsible. La crisis lleva las de ganar.


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