Créditos hipotecarios: evitar el pasado

Mirando al sur

El gobierno de Mauricio Macri se apresta a utilizar a la banca oficial como punta de lanza para ofrecer antes de fin de mes nuevas líneas de créditos hipotecarios a largo plazo para la compra o construcción de vivienda única, con el atractivo de cuotas iniciales similares o aún inferiores a las de un alquiler. Pero estos préstamos de hasta 30 años de plazo, por un monto equivalente a 200.000 dólares y cuotas fijas de 4,5/5% anual, incluyen una cláusula por ahora no suficientemente enfatizada: el capital será indexado por la Unidad de Valor Adquisitivo (UVA). O sea, la variación diaria del índice de precios al consumidor (IPC) que publica el Banco Central.

El anuncio estaba previsto para esta misma semana, pero debió postergarse debido a la agenda presidencial que incluye una visita oficial a Holanda. De todos modos, tanto el Banco de la Nación Argentina, como el Banco de la Provincia de Buenos Aires y el Banco Ciudad ya anticiparon detalles de estos préstamos, que apuntan al doble propósito de reactivar la construcción y facilitar el acceso a la vivienda propia. Paralelamente, la Casa Rosada relanzó el plan Procrear, que ahora dependerá del Ministerio del Interior y asignará préstamos por puntaje a familias cuyo ingreso mensual no supere el equivalente de cuatro salarios mínimos (unos $ 32.200), con un tramo subsidiado por el Estado ($ 400.000), un ahorro previo de $ 100.000 y una cuota de $ 2.500 para viviendas de un millón de pesos. El plazo para la inscripción vencerá el 31 de marzo y el crédito a 30 años tendrá una tasa fija de 4,5% anual con el monto total ajustable por UVA.

Una particularidad de estas líneas es que la cuota mensual no podrá superar el 30% del ingreso familiar, en cuyo caso se extenderá el plazo y, por consiguiente, el número de cuotas. Pero aun así, y al tratarse de préstamos indexados, resulta inevitable asociarlos a malas experiencias del pasado. Entre ellos, la tristemente célebre circular 1050 de fines de los 70 (que ajustaba el capital por la variación de la tasa de interés del BCRA) y los créditos hipotecarios en dólares de comienzos de los 90 (con el 1 a 1 de la convertibilidad). Ambas provocaron finalmente que el valor de los créditos superara con creces al de los inmuebles y situaciones angustiantes para los compradores. No faltan analistas, incluso, que reparan en que, al estallar esas burbujas debido a desbordes inflacionarios (o cambiarios), se apeló a salidas macroeconómicas que terminaron beneficiando a los tomadores de créditos.

Sin embargo, esas salidas estuvieron lejos de ser una solución, ya que luego paralizaron durante años el mercado de préstamos hipotecarios y agudizaron el déficit habitacional. De ahí que sea necesario recordar el “prontuario” argentino, para comprender que lo verdaderamente importante es que la inflación se ubique en niveles civilizados. Máxime cuando se trata de créditos a 30 años que abarcan a varios períodos de gobierno.

Hace ya once años que la Argentina padece una inflación de dos dígitos anuales que la coloca en el indeseable lote de 20 países con mayor tasa inflacionaria del mundo, por más que durante buena parte de la era K la adulteración de las estadísticas se encargó de disimular su magnitud hasta que fueron sinceradas por la nueva conducción del Indec. Sin datos oficiales para todo ese lapso, se estima que los precios al consumidor acumularon un alza no inferior al 800%.

Si bien el gobierno de Macri fijó como uno de sus principales objetivos bajar la inflación para normalizar la economía y reducir la pobreza, en el 2016 el IPC trepó casi un 40% anual debido a los efectos de la corrección parcial de dos factores que la reprimían artificialmente, como el atraso cambiario y tarifario. Para el 2017 el Banco Central fijó como meta reducirla al 17%, pero la mayoría de las estimaciones privadas la ubican por ahora entre 21 y 24%. Y aunque esta última previsión no deja de ser un avance, implicaría volver a un nivel inflacionario anual algo inferior al que se registraba cuando Cristina Kirchner finalizó su segundo mandato y similar al promedio de toda la gestión kirchnerista.

La persistencia de una inflación tan alta y prolongada genera en la población argentina una brecha mucho menos visible que la política o ideológica. Como si se tratara de una adicción, hay sectores que demandan inflación aunque no lo reconozcan, y otros que quisieran que baje abruptamente, pero se desentienden de sus consecuencias sociales.

Varias causas explican este fenómeno, que resulta incomprensible para muchos observadores extranjeros. La principal es que todos están de acuerdo en que se reduzca la inflación, siempre que el ajuste les toque a los otros. Esto crea una permanente puja por la distribución del ingreso; sobre todo cuando el Estado es responsable de crear inflación a través del déficit fiscal y la emisión de pesos sin respaldo para financiarlo.

Otra causa es que la población de menos de 40 años no sufrió en carne propia las hiperinflaciones de mediados de 1989 (Alfonsín) y comienzos de 1991 (Menem), por lo cual en la última década adhirió con cierto entusiasmo a lo que los economistas denominan “ilusión monetaria”, o sea, a la idea de que uno puede “ganarle” a la inflación si logra llevarse más pesos a los bolsillos, aunque al cabo de un tiempo la realidad muestre un retroceso de su poder adquisitivo. Muchos dirigentes sindicales lo saben, pero prefieren reclamar –por ejemplo– incrementos salariales de 25% anual (aunque el IPC luego suba 30%), que de 8% con una inflación de 6% anual. El efecto político no es el mismo, ni tampoco los ingresos de las obras sociales.

El modelo K alimentó esa ilusión monetaria con la pérdida del superávit fiscal y el uso a destajo de la “maquinita” del Banco Central. También con las retenciones a la exportación de alimentos y el congelamiento de precios y tarifas energéticas, que impulsaron la demanda de bienes y servicios mucho más que la oferta para atenderla. Así, la inflación se transformó en crónica y aumentó la pobreza, debido al deterioro de ingresos del 35% de los trabajadores en negro, mientras se frenó la creación de empleos formales.

El gobierno de Macri evitó que esta herencia macroeconómica desembocara en otra hiperinflación, pero, a falta de un plan integral, optó por una estrategia gradual de metas inflacionarias decrecientes (que no incluye la política fiscal, de ingresos ni de endeudamiento) y está lejos de convertirse en una política de Estado. Al menos, sin un acuerdo político amplio a semejanza de Chile en los 90, que resultó tan exitoso como la indexación de créditos.

Hay sectores que demandan inflación aunque no lo reconozcan, y otros que quisieran que baje abruptamente, pero se desentienden de sus consecuencias sociales.

Todos están de acuerdo en que se reduzca la inflación,

siempre que el ajuste les toque a los otros. Esto crea una permanente puja por la distribución del ingreso.

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Hay sectores que demandan inflación aunque no lo reconozcan, y otros que quisieran que baje abruptamente, pero se desentienden de sus consecuencias sociales.
Todos están de acuerdo en que se reduzca la inflación,
siempre que el ajuste les toque a los otros. Esto crea una permanente puja por la distribución del ingreso.

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