La Unión Europea y las páginas en blanco

Llovía incesantemente en Roma. Papeles húmedos de tinta esparcidos por el piso de una oficina y plantillas de multicopista, negruzcas y emborronadas listas para imprimir. Casi a la madrugada, los esmerados encargados de la limpieza, al ver tanto papel por el suelo, le dieron como destino final un enorme tacho de basura. Aquella mañana, cuando los funcionarios abrieron la puerta, se encontraron con una oficina vacía. El trabajo de largas semanas había desaparecido. Todo fue caos, histeria, búsquedas descontroladas.

Eran los días previos al 25 de marzo de 1957, fecha pactada para la reunión cumbre en el Palazzo dei Conservatori, en la plaza del Campidoglio, donde seis países del Viejo Continente estaban listos para firmar las bases de lo que hoy es la Unión Europea (UE). Pero los textos de los dos acuerdos clave para dar origen a lo que entonces se llamaron la Comunidad Económica Europea (CEE) y la Comunidad Europea de la Energía Atómica (Euratom) no estaban disponibles.

Aquellos acuerdos cuidadosamente negociados y traducidos a cuatro idiomas durante los últimos nueve meses se habían esfumado. No había tiempo para volver a imprimir, y tampoco se podía posponer la fecha de la firma del Tratado de Roma. En estado de emergencia, los altos representantes firmaron un cuadernillo que sólo contenía páginas en blanco –quizás nunca lo supieron–.

Si aquellos hombres volvieran a la capital italiana en estos días cuando otros funcionarios se encuentren para conmemorar aquella fecha, seguramente se sorprenderían de sus sucesores. Inspirado por aquel sueño de un futuro pacífico y compartido –a pesar de los muchos altibajos, crisis y fallos– se fue construyendo meticulosamente el ambicioso proyecto de integración europeo. Pero quizás esas páginas en blanco del pasado hoy sean el símbolo de la incertidumbre que vive Europa para definir su rumbo en medio de un estado de “crisis existencial”, como lo han denominado algunos de sus dirigentes.

El proceso de integración europeo evolucionó desde una concepción estrictamente económica hasta un modelo de configuración más política. El Acta Única Europea (1987), el Tratado de Maastricht (1993), el de Amsterdam (1999), el de Niza (2003) y el Tratado de Lisboa (2009) fueron marcando el camino que permitió ampliar de un modo considerable los ámbitos de actuación y también la intensidad de los poderes e influencia en la vida diaria de sus ciudadanos.

Este aniversario llega en un momento crítico y frente a desafíos enormes. Primero fue la crisis económica y luego el torbellino de deudas soberanas que empujaron a varias economías de países miembros a una situación extremadamente difícil. Y mientras el bloque todavía no logró recuperar su salud, los vientos del Brexit y las olas de inmigrantes que buscan refugio en el Viejo Continente han generado el malestar en la comunidad, así como la preocupación sobre su futuro.

¿Serán capaces los líderes europeos de dar un nuevo salto, tan espectacular como el que dieron hace 60 años? Todos coinciden en que es necesario tomar medidas audaces para hacer frente a un orden mundial cambiante, a las dudas que suscita la globalización, a la repercusión de las nuevas tecnologías, al flujo de refugiados y a la amenaza terrorista. Pero el rumbo aún no está claro.

En el trasfondo existe un debate intenso acerca de lo que la Unión Europea debe alcanzar, y cómo debe hacerlo. Hace unos días la Comisión presentó su esperado Libro Blanco, en el que plantea cinco caminos diferentes para el porvenir europeo. Y entre las propuestas se baraja la posibilidad de volver a un modelo con sólo un mercado común o, también, apostar por el federalismo absoluto. La tercera de esas cinco vías sería el inicio de un proceso de dos o más velocidades, que permita a un grupo de vanguardia avanzar en la integración sin esperar al resto. Una Europa de “geometría variable” en la que algunos socios delegarían en las instituciones europeas mayores facultades que otros.

En esa línea se apunta a la política de defensa, a la social o a la económica como áreas donde explorar esa nueva estrategia. No se trata de una idea absolutamente original, ya se ha planteado en crisis anteriores, por ejemplo en ocasión del descarrilamiento de la Constitución Europea (2005). Aunque la posibilidad legal ya existe –requiere la voluntad de al menos nueve de los socios de la UE–, la vía rápida y selectiva apenas se ha utilizado, por las serias dificultades que conlleva su encaje con la unidad del mercado interior. Hoy, también sigue siendo una solución polémica por la resistencia de algunos países –como los de Europa del Este– que sienten la amenaza de quedar excluidos del proyecto europeo.

Estos dilemas deben cristalizarse en la nueva declaración que se rumorea que presentarán los líderes europeos cuando el 25 de marzo se vuelvan a encontrar en la capital italiana para definir su futuro. Es de desear que esta vez no llueva en Roma.

Diplomático.

El proceso de integración evolucionó desde una concepción estrictamente económica hasta un modelo de configuración más política.

Es necesario tomar medidas para hacer frente a un orden mundial cambiante, a las dudas que suscita la globalización, a la repercusión de las nuevas tecnologías.

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El proceso de integración evolucionó desde una concepción estrictamente económica hasta un modelo de configuración más política.
Es necesario tomar medidas para hacer frente a un orden mundial cambiante, a las dudas que suscita la globalización, a la repercusión de las nuevas tecnologías.

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