Trump y el protectorado europeo

Mirando al sur

La noción de que si no fuera por los excesos perpetrados por musulmanes legítimamente enojados por la intransigencia de Israel y el imperialismo norteamericano el mundo estaría por dejar atrás milenios de conflictos sanguinarios para convivir tranquilamente en un clima de respeto mutuo sigue encandilando a muchos hombres y mujeres influyentes. No sólo en Europa, sino también en ciertos enclaves de Estados Unidos, dan por sentado que el belicismo de sus propios compatriotas y sus aliados es el obstáculo principal en el camino de la paz universal. Puede entenderse, pues, el horror que quienes piensan así sienten frente a Donald Trump, un personaje de ideas tan anacrónicas que se resiste a creer que los norteamericanos monopolizan el mal, como suponen los partidarios del nacionalismo al revés que se ha difundido en los ámbitos académicos, mediáticos y culturales de algunos países ricos.

Para el a punto de ser expresidente Barack Obama, la “islamofobia” es mucho peor que la renovada militancia islámica. Para su sucesor, minimizar el peligro planteado por los yihadistas es insensato, razón por la que dice que la alemana Angela Merkel cometió un error “catastrófico” al abrir las puertas de su país, y por lo tanto de Europa, para que en un solo año entraran más de un millón de musulmanes de antecedentes desconocidos.

No se equivoca Trump, pero requeriría mucho más que controles fronterizos más rigurosos que los actuales y una fuerte contraofensiva militar para hacer retroceder a los islamistas. Lo mismo que los comunistas y fascistas que lucharon en contra del pluralismo democrático y liberal, los yihadistas se inspiran en una ideología de ramificaciones sociales, políticas y, desde luego, religiosas, que a través de los siglos ha resultado ser sumamente fuerte. Derrotarlo no será nada fácil, pero en vista de la alternativa es claramente necesario enfrentarlo con algo más que palabras balsámicas y leyes que limiten la libertad de expresión.

Si bien diversos funcionarios teutones han procurado ayudar a su jefa Angela Merkel al echarle la culpa a Estados Unidos por lo que está sucediendo en Irak, Afganistán, Siria y Libia, de tal modo desatando, según ellos, una marejada incontrolable de refugiados, al hablar así nos recuerdan que los dirigentes europeos están tan acostumbrados a depender del liderazgo norteamericano que les cuesta asumir responsabilidades engorrosas, entre ellas las supuestas por su propia defensa. Lo mismo que los pacifistas y sus amigos que en el Reino Unido y Francia de los años treinta del siglo pasado contribuyeron al estallido de la Segunda Guerra Mundial, muchos políticos europeos creen que sus sentimientos virtuosos serán más que suficientes como para desarmar a los tentados a atacarlos.

La llegada imprevista de Trump a la Presidencia de Estados Unidos les asestó un golpe feroz del cual aún no se han recuperado. Como el magnate transformado en político ha subrayado una y otra vez en los meses últimos, de los 22 miembros de la OTAN sólo cinco –tendrá en mente Estados Unidos, el Reino Unido, Francia, Grecia y Turquía– gastan más del 2% de su producto bruto para mantener fuerzas armadas adecuadas; los demás, incluyendo a Alemania, se conforman con el 1,2% o menos.

Podría argüirse que es del interés estratégico de los norteamericanos que Europa siga siendo un protectorado dócil, si bien uno que es demasiado proclive a jactarse de su presunta superioridad moral. Asimismo, es innegable que el arreglo conviene mucho a los dirigentes europeos mismos. Con todo, es claramente anómalo que una de las regiones más prósperas del planeta deje que el gran hermano de ultramar se encargue de su defensa. Lo que pudo haber parecido razonable en 1950, digamos, no lo es casi 70 años más tarde.

La alarma que muchos sienten cuando Trump habla de lo bueno que sería que todos pagaran las cuotas debidas se debe no sólo al temor a tener que reducir otros gastos sino también a que los europeístas más entusiastas imaginan que, por su propio ejemplo, están mostrando al resto del mundo que las sociedades modernas no necesitan contar con fuerzas militares costosas. Es que la prolongada dependencia de Estados Unidos ha incidido mucho en la evolución política y cultural de los países de la Unión Europea al alimentar fantasías escapistas. Por razones de orgullo, los políticos europeos y los pensadores que crearon el clima de opinión dominante en los países del Viejo Continente se las ingeniaron para convencerse de que el “poder blando” cultural, suplementado por la amenaza de sanciones económicas, resultaría ser más que suficiente como para intimidar a cualquier enemigo hipotético. Los hay que aún confían en que inmigrantes beneficiados por la caridad europea se sentirán tan agradecidos que estarán más que dispuestos a entregar islamistas violentos a la policía local, ayudándolos así a ganar “la guerra contra el terror”.

Es una ilusión. En nuestro mundo, la bondad unilateral, acompañada por alusiones a la generosidad propia, no suele verse reciprocada. Antes bien produce rencor. Es natural, pues, que últimamente hayan proliferado motivos para temer que la debilidad principista de muchos gobiernos europeos esté tentando a personajes de ideales menos elevados, entre ellos el mandamás ruso Vladimir Putin, los ayatolás iraníes y un enjambre de yihadistas que aprovechan la solidaridad de correligionarios que no comparten sus ideas pero así y todo son reacios a denunciarlos, a adoptar posturas más agresivas.

El viejo lema romano “si vis pacem, para bellum” –si quieres la paz, prepara la guerra– no ha perdido su vigencia. Con todo, aunque Trump está en lo cierto cuando insiste en que los alemanes, italianos, españoles y otros tienen la obligación moral de aportar más, mucho más, a la defensa común de lo que todavía queda de la civilización occidental, al decirlo de manera tan contundente, amenazando con privar muy pronto a los europeos de la protección a la que se han habituado, da a agresores en potencia pretextos para intentar aprovechar una oportunidad, que tal vez sea pasajera, para alcanzar sus objetivos.

No sólo en Europa, sino también en ciertos enclaves de EE. UU., dan por sentado que el belicismo de sus propios compatriotas es el obstáculo principal en el camino de la paz.

Los yihadistas se inspiran en una ideología de ramificaciones sociales, políticas y, desde luego, religiosas, que ha resultado ser sumamente fuerte.

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No sólo en Europa, sino también en ciertos enclaves de EE. UU., dan por sentado que el belicismo de sus propios compatriotas es el obstáculo principal en el camino de la paz.
Los yihadistas se inspiran en una ideología de ramificaciones sociales, políticas y, desde luego, religiosas, que ha resultado ser sumamente fuerte.

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