Qué policía tenemos y cuál en realidad necesitamos: un debate imprescindible

Ciertos eventos suelen propiciar la conveniencia de iniciar un debate público en relación a qué policía tenemos y cuál en realidad necesitamos. Esos sucesos, a veces dramáticos, resultan una oportunidad para colaborar con el diseño de formas institucionales menos conflictivas y de mayor adecuación republicana.

Los cambios económicos, sociales, culturales y políticos experimentados por las sociedades de la región durante las últimas décadas han reconfigurado sus prácticas e instituciones. También han producido transformaciones en los comportamientos delictivos y en las demandas en materia de seguridad pública.

En este contexto los Estados han venido enfrentando tanto las exigencias de la coyuntura como la necesidad de reconstruir sus instituciones en pos de un imprescindible diseño democrático. Claro que no siempre han logrado concretar tal cosa.

La Policía consiste en un agencia de control social formal en el marco de la realidad estatal. Detenta el monopolio del uso de la fuerza legítima, conjuntamente con el brazo judicial-penal del Estado y el aparato penitenciario. Esa tríada integra el llamado “sistema penal”.

La función primordial de la agencia policial radica en velar por el cumplimiento de la ley. Sin embargo, las sociedades actuales tienden a otorgarle un rol más integral, pues demandan una que a más de profesional del orden resulte un efectivo pacificador de conflictos, una figura de mediación y un instrumento de integración social.

De acuerdo a ello, su concepción ha ido transitando desde un esquema político de represión al servicio del Estado hacia uno dedicado a mejorar las condiciones de vida para el desarrollo de las personas. Ese tránsito exige una serie de acciones que favorecen un modelo de policía comunitaria o de proximidad capaz de superar una actuación coercitiva y reactiva por otra que, sin descuidar lo anterior, ponga el acento en la acción preventiva, proactiva y de colaboración con otros actores sociales.

De hecho, el modelo de policía comunitaria o de proximidad surge en respuesta a esta necesidad de reorientar los recursos disponibles para, además de perseguir los delitos, atacar los factores de riesgo que pueden llevar a que éstos se cometan.

Las acciones de policía se circunscriben así al paradigma democrático de la seguridad ciudadana. Desde dicha perspectiva, la seguridad es una construcción entre ciudadanos y gobierno, en contraposición al paradigma de la seguridad pública, que la comprende fundamentalmente como una atribución del gobierno.

A diferencia del modelo tradicional de la seguridad pública, el objeto de la acción de la seguridad ciudadana no es el orden público sino el ciudadano mismo. Este paradigma se preocupa por la calidad de vida de la ciudadanía, pues la seguridad es entendida como un derecho humano.

Más que la ausencia del delito, la seguridad se erige en el bienestar de los ciudadanos y como medio de asegurar el libre ejercicio de sus derechos. Y en tanto derecho humano, los gobiernos se ven obligados a articular vías de participación ciudadana que contemplen el diseño y la ejecución de las políticas en materia de seguridad pública.

En ocasiones, sin embargo, es inimaginable un escenario como el antes descripto. Sobre todo, en contextos en los que las agencias policiales gozan de un amplio margen de autonomía y autogobierno, en ausencia de adecuados medios de control.

Si no media un acertado proceso de formación técnico-científica por parte de sus miembros, es utópico considerar que una agencia policial resulte de utilidad para dar respuesta a las diversas formas delictivas. Mucho menos para que prosperen investigaciones serias en torno a crímenes cometidos desde estructuras de poder, por funcionarios públicos o colaboradores subalternos.

Es quizá hora de introducir en la agenda pública la necesidad de un debate profundo sobre la cuestión policial en la sociedad democrática. Debate que no se ahorre la participación de actores, perspectivas e iniciativas diversas.

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