Violencia institucional

El 8 de mayo fue el Día Nacional de la Lucha Contra la Violencia Institucional. La fecha recuerda la Masacre de Ingeniero Budge, en la cual la policía bonaerense asesinaba a tres jóvenes en una esquina. Las víctimas fueron: Oscar Aredes, Agustín Olivera y Roberto Argañaraz.

Se cumplieron 30 años de la masacre. Pero la violencia institucional sigue presente: según la Correpi tenemos un muerto cada 25 horas por gatillo fácil.

Paralelamente, en cinco años la Procuración Penitenciaria de la Nación registró 13.685 hechos de tortura y/o malos tratos.

¿Por qué luego de tantos años de democracia no pudimos desterrar esta violencia? Según el profesor Esteban Rodríguez Alzueta, “detrás de la brutalidad policial está el prejuicio social”.

“No hay olfato policial sin olfato social”, concluye Alzueta, quien nos invita a cuestionar los discursos hegemónicos que nos atraviesan.

Discursos que estigmatizan a los jóvenes en situación de pobreza, que buscan la violencia como la forma de enfrentar nuestros miedos sin pensar en las causas de los problemas. Discursos de una sociedad del miedo que nos fragmenta y aísla.

Como sostiene Raúl Zaffaroni, estas miradas no son locales, responden a una criminología mediática mundial que se promueve desde Estados Unidos. Donde se nos presenta a la sociedad dividida entre buenos y malos y coloca a un sector social en el lugar de chivo expiatorio.

Que un sector sea el chivo expiatorio significa que, en lugar de analizar nuestros problemas estructurales como la profunda inequidad o las redes de trata de personas, canalizamos nuestras angustias sobre un eslabón vulnerable de la sociedad. Lo responsabilizamos de nuestros problemas.

Como la mirada es conductista, cuanto mayor violencia sufra ese sector, mejor. Por eso se legitima la tortura y el gatillo fácil.

Pensar la violencia institucional también nos debería llevar a pensar qué modelo de seguridad queremos. Una seguridad autoritaria, para pocos, donde se imponga un orden que responde al discurso dominante. O bien una seguridad democrática, donde seguridad equivalga al ejercicio de derechos humanos, donde se ponga especial énfasis en aquellos sectores más vulnerables de la sociedad y a los cuales les cuesta ejercer sus derechos.

Claramente, las miradas autoritarias que legitiman la violencia tienen sus raíces en discursos anteriores. Fácilmente podemos encontrar marcas del modelo político y cultural de la última dictadura cívico-militar.

Recientemente el Centro de Estudios Legales y Sociales denunció que “los integrantes del Comité contra la Tortura de las Naciones Unidas expresaron preocupación sobre problemas graves como el hacinamiento en los lugares de encierro, la sistematicidad de la violencia ejercida contra las personas detenidas, la violencia policial que sufren ciertos grupos –como los varones jóvenes de barrios populares y el colectivo trans–, la situación de las personas migrantes y las violencias contra las mujeres relacionadas con la criminalización y estigmatización del aborto”.

Una sociedad menos violenta requiere políticas públicas que garanticen los derechos humanos, modelos de seguridad democráticos y desarticular los discursos autoritarios.

*Licenciado en Comunicación Social de la UNLZ y docente de la UNRN

Una sociedad menos violenta requiere políticas públicas que garanticen los derechos humanos, modelos de seguridad democráticos y desarticular los discursos autoritarios.

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Una sociedad menos violenta requiere políticas públicas que garanticen los derechos humanos, modelos de seguridad democráticos y desarticular los discursos autoritarios.

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