30 años

Columna semanal

Redacción

Por Redacción

PALIMPSESTOS

Seguramente vos recordarás el día que comenzaste a trabajar en la profesión que elegiste. No es un día cualquiera, marca tu vida. En mi caso, a fines de este abril se cumplieron 30 años desde que entré a un aula. Y recordar el inicio es recordar las circunstancias que hicieron que se concretaran. En el buffet de la facultad pregunté si no sabían de alguna vacante porque necesitaba trabajar. Una compañera me comentó que en Tres Porteñas precisaban un docente de lengua para una suplencia de tres meses por maternidad. Tres Porteñas me sonaba lo mismo que Uzbequistán, algo absolutamente desconocido.

Una mañana muy temprano fui y hablé con la directora y ella me llevó a Tres Porteñas, un pueblito sumergido en medio de las viñas. Acepté, firmé y cuando le dije que me volvía, me dijo que no, que vaya al aula; lo único que traía era una libretita y mucho miedo. Medio a los empujones me metieron en tercer año.

Y así comenzó la historia de viajes que comenzaban a las cinco de la mañana, tomar dos colectivos para cubrir los casi cincuenta kilómetros que la separan de la capital mendocina. La vuelta era más complicada, había que hacer dedo. Volvía en todo tipo de autos y camiones, alguna vez lo hice en una cupé Fuego (era lo máximo) y otra vez arriba de una carga de leña de un camioncito que tiraba más humo que velocidad.

Pero Tres Porteñas está ligada indisolublemente a mi experiencia vital, los tres meses se convirtieron en años. Siempre digo que todo lo que aprendí como docente lo aprendí ahí, venía yo con todo mi aire universitario, mis latines y griegos, la lingüística, etc., y me encontré dando clases para chicos que en muchos casos hacían kilómetros en bicicleta para poder llegar a la escuela, que trabajaban en las fincas, en sus casas y que necesitaban saberes concretos para la vida concreta. La “escuela” era en realidad la tarea que hacíamos docentes y alumnos porque el edificio no existía. Dábamos clases en el Club Tres Porteñas.

El Club tenía a su ingreso un pequeño salón a la derecha y luego a la izquierda el bar del pueblo, hacia dentro una cancha de fútbol cinco rodeada de pequeñas habitaciones. Esas eran las aulas, pequeñitas y frías. Pero había un aula que era especial, la que funcionaba en el bar. Allí estaban sus encargados, la entrañable doña Tita y don Tito, quienes siempre estaban solícitos para dar una mano y convidar tortas fritas. Había unas mesas redondas y grandes, las que estaban al lado del mostrador eran ocupadas por los parroquianos, las que estaban cerca de la puerta las ocupábamos nosotros. Así muchos vecinos acodados en el estaño mientras charlaban y se tomaban una caña o un vino eran testigos de mis clases de lengua, del pronombre, del texto periodístico, de Borges, etc. También los que jugaban al truco lo hacían en voz más baja que lo usual para no interferir con las clases.

Esa experiencia me marcó definitivamente. Ahí aprendí que hay que dar clases como si uno pasara el dato y conectando siempre el contenido con la realidad cotidiana, que diez minutos son suficientes para que uno hable, que el resto es tarea de los chicos, que el aula es un lugar para hacer y no para hacerle perder el tiempo a los alumnos, que la silla en el banco del docente está de adorno o puede no existir. Que enseñar y aprender sólo es posible en un aula donde la gente se sienta cómoda; que es imposible enseñar o aprender con miedo.

Después aprendí más cosas, pero ya no pertenecen a ese periodo.

Unos años después de que me vine a la Patagonia construyeron—me han dicho—un colegio espectacular. No he vuelto a Tres Porteñas, sin querer (quizá) postergo ese viaje que me traerá la alegría del reencuentro pero también el dolor de ya no ser.

Néstor Tkaczek

ntkaczek@hotmail.com


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