A paso de tortuga
Si el objetivo principal del gobierno del presidente Eduardo Duhalde consistiera en poder comenzar a negociar en serio con el FMI, tendría sus motivos para sentirse satisfecho con lo que ha logrado últimamente. Según sus voceros, después de meses de lucha casi ha cumplido con las tres precondiciones que fueron fijadas por el organismo al conseguir la derogación de la ley de Subversión Económica, convencer a los gobernadores provinciales de la conveniencia de firmar el pacto fiscal y modificar la ley de Quiebras. Sin embargo, aunque parece probable que dentro de poco el ministro de Economía, Roberto Lavagna, sí pueda reanudar las conversaciones con los representantes del Fondo que fueron interrumpidas el año pasado, esto no quiere decir que la gestión del gobierno merezca calificarse de exitosa. Como el propio Duhalde se ha acostumbrado a recordarnos, virtualmente todos los países del mundo, tanto los ricos como los indigentes, están en condiciones de negociar con el FMI, de forma que de por sí el regreso de la Argentina al rebaño sólo significaría que por lo menos sus gobernantes actuales han abandonado la fantasía de emprender la aventura autárquica de «vivir con lo nuestro» por entender que las dificultades serían aún mayores que las planteadas por las exigencias del indio Anoop Singh y Anne Krueger, detalle éste que, claro está, no impresiona en absoluto a los políticos opositores que aún juran estar más que dispuestos a probar suerte con el aislamiento principista.
Pues bien: tanto la clase política, desde los oficialistas más fieles hasta los «rebeldes» más obstruccionistas, como buena parte de la ciudadanía parecen creer que las metas iniciales establecidas por el FMI para reanudar las negociaciones eran tan draconianas que alcanzarlas habrá supuesto un esfuerzo nacional realmente heroico, cuando no un «genocidio social» o la entrega de la patria a una multitud de buitres extranjeros feroces. En otras palabras, ya es habitual considerar las precondiciones como absurdamente alejadas de nuestras posibilidades genuinas y el esfuerzo por cumplirlas un sacrificio irrepetible. Sin embargo, no se ha tratado de objetivos máximos casi inalcanzables para cualquier sociedad humana, sino a lo sumo de la posibilidad de llegar a la línea de partida. Lo realmente difícil vendrá después cuando el país, «reintegrado al mundo», se verá obligado a intentar construir una economía viable sobre las ruinas del modelo que acaba de ser destruido.
Así las cosas, es preocupante que cumplir con las precondiciones haya requerido de una serie de batallas políticas feroces que han dejado exhausto al gobierno, llena de rencor apenas contenible a una proporción nada despreciable de la clase política y postrada la economía nacional. También lo es la noción de que dicha hazaña pueda tomarse por la conclusión de una labor hercúlea de modo que en adelante el gobierno y el país tendrán derecho a darse el lujo de descansar sobre los laureles conquistados. Al fin y al cabo, si nos ha costado tanto llegar al mismo lugar en que están casi todos los demás países del planeta, con la única excepción de algunos estados africanos paupérrimos y pésimamente administrados, ¿cuántas posibilidades tendremos de instrumentar todas las muchas reformas que serán necesarias para dotarnos de una economía no meramente viable por estar en condiciones de honrar algunas deudas sino también lo bastante vigorosa como para brindar a los habitantes del país una vida decente?
Paradójicamente, la obsesión generalizada con el FMI y con la supuesta «dureza» de las precondiciones no ha contribuido del todo a crear un clima signado por la seriedad y por la conciencia de la gravedad de la situación en la que nos encontramos. Antes bien, ha servido para dar un nuevo impulso al facilismo que está en la raíz de la debacle. En vez de prepararse para un esfuerzo mancomunado inmenso destinado a permitir que la Argentina recupere su lugar en el escenario internacional, la parte más responsable de la dirigencia política se las ha arreglado para convencerse de que poder alcanzar un acuerdo con el FMI constituiría un triunfo nacional, mientras que la otra parte sigue insistiendo en que por haber sido tan inhumanas las exigencias deberíamos habernos negado a procurar cumplirlas.
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