A propósito de Julio Argentino Roca
RODOLFO PONCE DE LEÓN (*)
La historiografía argentina se ha dividido y a la vez nutrido de dos vertientes fundamentales que cruzan, definidamente, estos ya doscientos años de vida. Por un lado la “historia oficial”, cuyo sumo pope es Bartolomé Mitre, quien dejó como guardaespaldas un diario para la política y una Historia argentina” para la ideología. Mérito indudable fue el haber establecido la piedra angular porteña y portuaria en la que se apoyaron liberales, conservadores, católicos y marxistas, de surtida laya, para relatarnos la historia patria y reflejar sus visiones del pasado. Por el otro lado, y desde Saldáis en adelante, una caravana de estudiosos, intelectuales, pensadores o apenas observadores que supieron mirar a la Argentina desde el interior, desde el hombre de provincia, el gaucho, el indio, el criollo, el explotado y el perseguido, para que escuchemos otra campana, más propia, más nuestra. Nos interesa el arco iris mitrista, que subsiste y se ha manifestado en diversas etapas de nuestra historia. Así hemos visto cómo en alegre caravana se han encolumnado en el mismo bando extensos terratenientes, gerentes multinacionales y representantes “proletarios” siempre desmentidos a la hora de contar adhesiones. Los encontramos juntos en el saqueo anti-yrigoyenista, en el apoyo de Braden, en los comandos civiles del 55 y, más recientemente, en el alegre montón sumado a la Mesa de Enlace. ¿Es casual esto? Tanto encontrarse entre ellos, mitristas de distinto pelaje y tan enfervorizadamente enfrentados al pueblo? No, no lo es. Pero, obviamente, por distintos caminos comparten odios profundos. Uno de ellos, y llegamos al corazón de estas reflexiones, es el rechazo, antes virulento y hoy más atemperado, de la figura y el legado del general Julio Argentino Roca. Éste fue enemigo jurado de Mitre y, en razón de ello, don Bartolo lo condenó al ostracismo, al denuesto, a la injuria más canallesca. Lo triste es que gente (que admiro como Osvaldo Bayer, por ejemplo) que no defiende los mismos intereses del establishment historiográfico aparezcan, a veces por ignorancia, otras veces por pereza y otras por simple estupidez, atacando a quien deberían reivindicar. ¿Qué opinaba el mitrismo de Roca a través de un diario serio, independiente y no militante como “La Nación”? “…raquítico, enano, guaso joven que mira de soslayo, anda en los ranchos de Córdoba en mangas de camisa, vareando caballos y sacando para comer el cuchillo de la cintura”. ¿Qué decían los porteños de Roca? “Que era un mazorquero, el símbolo de la barbarie, rodeado por caudillo de chiripá y con aro en la oreja y chupa de tabaco negro. Si triunfaba, los indios abrirían con sus chuzas las cajas fuertes de los bancos”. (Jorge M. Mayer en “Introducción a las cartas inéditas de Alberdi a Juan María Gutiérrez y a Félix Frías”. Pág. 25 – Bs. As. 1953). Es que Roca fue la cara visible de la contraofensiva a ese verdadero genocidio mitrista en contra de los caudillos federales y del gauchaje del interior argentino. Esa ofensiva porteña que tuvo como cuchillos afilados a Paunero, Chilavert, Benavides, Arredondo y otros verdaderos antepasados de los Camps y los Menéndez. El que transformó su poder en el interior, en avance, sitio y derrota de la altiva Buenos Aires. El que finalmente les quitó la ciudad y el puerto a los porteños y los puso al servicio de la Nación. Pero para nosotros, patagónicos, el nombre de Julio Argentino Roca convoca a la empresa de la Campaña del Desierto. Dice Leopoldo Lugones en su Libro “Roca”, editado por la Comisión Nacional de Homenajes en 1938, “Las invasiones de los indios vinculábanse a vastos intereses de la república trasandina. Allá iba a parar gran parte de los ganados del saqueo”; y en cuanto a los cautivos, palabra que nada exageraba en verdad, “mientras las mujeres aumentaban el serrallo de los caciques, los mozos válidos y sin rescate fueron muchas veces vendidos como esclavos en la trascordillera actual”. Desde Rosas, y luego Mitre, Sarmiento y Avellaneda, la diplomacia “pampa” era una variante de las relaciones exteriores. Siempre se había mantenido, como política de Estado, la decisión de convivir sin integrar, para lo cual se habilitaban desde aguardientes, yerba, azúcar, hasta uniformes de coronel y sueldos a quienes se sospechaba que recibían similar prestación presupuestaria desde el otro lado de la cordillera. Desde Azul al sur era la noche, el viento, el frío y la aventura. Allí comenzaban los peligros para ganados, carretas, niños y mujeres. La muerte era protagonista frecuente en esos lares, pero eso era cosa de hombres. Adolfo Alsina, caudillo autonomista, fue designado ministro de Guerra de Avellaneda. Modernizó el Ejército y se lanzó a una campaña que culminó prácticamente con su muerte en diciembre de 1877. En enero de 1878 comenzaron a entregarse, desnutridos y abandonados por su propia tropa, varios caciques y capitanejos (Namuncurá , Pincen, Catriel). Roca, pariente del presidente Avellaneda, tucumanos ambos, fue designado y asumió la Campaña del Desierto con criterio estratégico y desarrollada visión política. El marco internacional le era altamente favorable, ya que entre Chile y Bolivia existía una situación de alta tensión en el norte trasandino, lo que habilitaba a una presión argentina en el sur, en aras de recuperar y consolidar territorio que hasta ese momento era de nadie, sometiéndolo a la soberanía nacional. Esta tensión culminó en la Guerra del Huano y del Salitre, entre 1879 y 1883, se enfrentaron Perú y Bolivia con la República de Chile. Roca fue designado comandante de la Campaña y la comenzó en los primeros días de 1879. Ya tenía delineado su objetivo personal: ser el próximo presidente de la Nación. Entre las primeras contrataciones estaba la de Antonio Pozzo, daguerrotipista y fotógrafo que, entre otras, tomó la clásica que aparece en cada billete de cien pesos. La otra fue la de un joven periodista, Remigio Lupo, del diario La Pampa. Partieron el 16 de abril de 1879 por el Ferrocarril del Sur, con destino a Azul. Entre suntuosos “lunches” ofrecidos por la empresa ferroviaria, viajes en carruaje que Roca abandonó muy pocas veces, recibimientos y desfiles de las guarniciones y opíparos asados con cuero servidos por solícitos oficiales, transcurrió la marcha expedicionaria. Los lanceros de los caciques Manuel Grande y Tripailao constituyeron el escuadrón “Auxiliares del Desierto”. Al fin llegaron al Colorado y Lupo, el cronista decía: “Hasta ahora no hemos visto indios, salvo uno que otro que con gauchos de Patagones andan en las boleadas de avestruces y guanacos; se les llama indios boleadores”. Roca montó a caballo cuatro veces (una para la foto) y ¡no encontró un solo indio! No hubo batalla, combate ni siquiera un tiroteo o un módico entrevero, aunque más no sea una discusión acalorada que justificara tanta épica y heroísmo acumulados. Llegaron hasta la confluencia de los ríos y volvieron hasta Fortín Conesa, donde embarcaron en el buque “Triunfo” que los dejó en Patagones. Desde allí (previos ágapes de despedida) viajaron a Buenos Aires en la cañonera “Paraná” y en el acorazado “Los Andes”. Todos los informes de los oficiales que quedaron o estaban al frente de destacamentos fijos (Racedo, Levalle, Vélez, etc.) eran del mismo tono. Todas las fotos de Antonio Pozzo se encuentran en el Archivo de la Nación. Las crónicas de Remigio Lupo están publicadas (“Conquista del Desierto” Edición Oficial de la Comisión Nacional Monumento al Teniente General D. Julio A. Roca – 1938). ¿Fue una operación política destinada a aumentar prestigio personal y a fortalecer posiciones frente a Chile, con quien finalmente firmó el Tratado de Límites? Seguramente. ¿Fue una maniobra que empedraba un camino ya decidido hacia la Presidencia de la Nación? Sin duda. La del Desierto fue en realidad una campaña política. En algunas inteligencias de nuestra época parece que ni la realidad es capaz de torcer ideas. El buen “indiófilo” debe inventar una historia allí donde los hechos no se adecuan a su buen corazón redentor. Roca es digno de ser reivindicado por muchas de sus obras y de sus líneas de acción, que significaron un antes y un después en la Argentina. Seguramente también puede ser criticado en muchos otros aspectos. En mi personal criterio, el saldo es ampliamente favorable a don Julio Argentino y, para mi alegría, estoy en compañía de ilustres maestros. Lo peligroso de esto es que comparar lo que es poco más que un paseo en calesa con un “genocidio”, banaliza y frivoliza el concepto de genocidio, oculta a los cuchilleros de Mitre que sembraron cabezas en la punta de miles de lanzas en cada plaza del norte argentino, o los confunde con los que están siendo juzgados todos los días en cada juzgado penal de la Argentina. Contribuye a distorsionar la realidad y la historia, y es sabido que quienes atentan contra la memoria terminan siendo los asesinos de la Justicia. (*) Abogado. Profesor titular de Derecho Constitucional. UNC
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