Anecdotario: norteamericanos legales y bandidos

A veces la trastienda de una labor se puebla de historias que le ponen mejor sabor al resultado buscado. En muchos casos vale tanto que convendría escribir una historia paralela.

por: FRANCISCO N. JUAREZ

fnjuarez@sion.com

fines de 1974 un periodista de Associated Press y redactor del Internacional Herald Tribune me entrevistó en mi casa de Buenos Aires anoticiado de mis investigaciones sobre el texano Martin Sheffield, célebre en la Patagonia burlesca entre otros norteamericanos más dramáticos. Mort Rosemblum, quien poco después eligió un ostracismo de escritor reposado, lejos del incesante martilleo de las teletipos en las neblinosas redacciones de fumadores empedernidos reclinados sobre «olivetis» destartaladas y «cierres» infartantes. Seguramente el recuerdo de aquel encuentro lo habrá arrojado en el sepulcro de todo pasado laboral pero apoltronado y a la vista de los olivares de la chacra que compró en la zona marítima de la Francia mediterránea. Allí escribió una especie de historia universal hilvanada a través de ese árbol bíblico y su fruto («La aceituna», Tusquets editores, 1997) entre otros libros surgidos de ese sosiego que le llega a privilegiados trotamundos.

Aquella fue, mas bien, una charla entre colegas (yo era entonces secretario de redacción de Siete Días Ilustrados, una escala más entre muchas otras de parecido tenor y que llevan a la tercera edad periodística). Rosemblum divulgó los resultados del encuentro en diarios de USA y Europa (uno de Alemania ilustra esta página) ceñido a las andanzas desopilantes de Sheffield, ya que las prefirió a la de los asaltantes de bancos, también norteamericanos y que compartieron con Sheffield el mismo escenario patagónico apenas se echó a andar el siglo XX.

 

Rosa, pero no tanto

Parece imposible que ya se escurrieron cuatro décadas de hurgamientos sobre esas y otras historias patagónicas (los bandidos yanquis, las policía fronterizas y otros) y más de treinta años de aquél encuentro, justo cuando estaba por arribar a conclusiones casi definitivas sobre incógnitas pendientes de las investigaciones encaradas.

Pero no todo era rosado: un viaje con prolongada permanencia en Rawson, Chubut, me demostró que el sumario de la Fronteriza sobre el secuestro de Lucio Ramos Otero, estaba desaparecido. Tampoco perduraba el expediente criminal contra Pío Quinto Vargas por las do muertes que provocó en su tiroteo con Ramos Otero y sus peones, pero sí, en cambio, di con los voluminosos sumarios sobre las fugas de este solitario y temible personaje del Corcovado.

A la vez, fue un año agitado, además de obligados viajes periodísticos: a la Sudáfrica todavía del apartheid, y a una gira por países del «tercer mundo» que incluía Corea del Norte y China, y que interrumpí en Moscú (me enfermé a la vista del Kremlin).

Las notas de Rosemblum tuvieron su efecto y en un caso derivó en la propuesta (por carta del 10 de junio de 1974) de Warren Rubenstein Associates de Filadelfia para hacer un film sobre Sheffield. Esa es una larga historia en una fría Nueva York con el río Hudson congelado durante el solsticio glacial de seis meses después y oportunidad de oro (mejor dicho de dólares) que dejé pasar. Una historia discutida sobre una mesa gourmet –invitación, claro- en el hotel Pierre, al mismo tiempo que la mejor suitte del lugar con vista al Central Park privilegiaba el romance de Jackie Kennedy y Aristóteles Onasis.

El frío exterior no impidió que aprovechara una recorrida por el Lower Manhattan a fotografiar la esquina de la calle 12 y avenida Greenwich, donde un teatro y cinematógrafo reemplazaba la pensión de Catherine Taylor, donde había parado el trío de asaltantes que se embarcó hacia Buenos Aires para luego acampar por unos meses en plena Patagonia hasta instalarse en Cholila. También visité la calle 14 al 300 Este, donde estuvo la pensión donde pararon Etta y Harry Place al regresar temporariamente a su patria y que James D. Horan (en 1958) dio como que allí una señora Thompson recibió al trío, la primera vez. Veinte años antes Charles Kelly sostuvo la primera versión, pero equivocaba en un año la fecha de partida a Sudamérica. Simultáneamente con aquella recorrida por Nueva York, otro autor norteamericano seguía los pasos del pasado de Iram BeBee, a quien consideraba el Sundance Kid no muerto en Bolivia y que recién dio el último suspiro el 2 de junio de 1955 (hubo también un Butch Cassidy supuesto sobreviviente de la sombría muerte en Bolivia –William T. Phillips- y cada uno tuvo sus biógrafos y constituyeron historias finalmente de falsa filiación).

 

El acoso yanqui

Al regreso de aquel viaje –se sucederían varios más- comenzaron a visitarme norteamericanos hurgadores de la temática «Bandidos». Por ejemplo Tony Alcano, de Rego Park, Nueva York (buscaba armas o cualquier otro testimonio de los bandidos) y pronto llegaron requerimientos de la Nacional Association and Center for Outlaw and Lawman History, afiliada a la universidad de estado de Utah. Llovieron cartas de indagadores de todo tipo, algunos en busca de parientes que a principios del siglo pasado enfilaron hacia la Patagonia desde el Viejo Oeste. Entre esa marea de correspondencia, por ejemplo un tal Bill Jones, de Cheyenne, Wyoming, me preguntó por Roy Garret, que estuvo en no pocos lugares de Chubut y Santa Cruz, y del que alguna vez habrá que hablar.

También pasó a conocerme antes de seguir viaje a la Patagonia, Bruce Chatwin, que de regreso a Nueva York, donde era un destacado vendedor de antigüedades, escribió la nota en The New Yorker que le dio fama y le resultó base para editar su libro In Patagonia, donde publicó la famosa carta escrita por Butch desde Cholila y le cedí en copia autenticada que obtuve en el Utah State Historical Society de Salt Lake City.

Como si fuera poco, comenzaron las enigmáticas visitas de Dick Calder residente en Bountiful, Utah, un mormón simpático –pero no abstemio- que andaba detrás de una guitarra con historia y de un buen luthier sudamericano (a la vez recolectaba historias australes).

Se mudó a Salt Lake City y terminó siendo informante de su vecina Dora Flack, la escritora que dio formas a la memoria equívoca que contaba Lula Parker Betenson, la hermana menor Robert Lleroy Parker (Butch Cassidy) y que sobrevivía aún en Utah, pero creyendo que el tal Phillips había sido su hermano. (Ella prácticamente no lo conoció porque nació el 5 de abril de 1884, una semana antes que Robert -Bob y más tarde Butch- cumpliera los 18 y ya no estaba en Circle Valley, ni en Beaver, donde había nacido).

En mi archivo de correspondencia guardo las cartas de Dora Flack y también de las propuestas de Calder de arribar a la Argentina con Robert Redford, interesado en recorrer el «outlaw trail» de los bandidos norteamericanos en la Patagonia. También guardo faxeada la carta de Redford (que había protagonizado a Sundance Kidd en el recordado film) a Calder, por la que postergaba el viaje cabalgata que coordinábamos y finalmente canceló. Años después llegué al centro de esquí Sundance, de Redford, sede de los primeros festivales de cine no comercial y a pasos del hogar del actor.

 

Una pasión setentista

No quedan dudas con que fui pasto de un furor setentista que en mi caso no careció de las cartas de Kerry Ross Boren, desde la casilla de correo 902 de la capital de Utah, un historiador de bandidos un tanto fantasioso que remitía sus cartas en hojas timbradas de la Wild Bunch Productions, aseguraba que mi referencia la tuvo por Bruce Chatwin y prometía la posibilidad de editar un libro asociado. En casi todos los casos, estos corresponsales pretendían información, manejaban una bibliografía norteamericana que, hasta entonces, coincidía –equivocadamente- en la fecha en que los dos asaltantes más buscados por la Pinkerton partieron para Sudamérica: 1902. El error estaba inducido por la propia agencia de detectives que no prestó valor estricto al informe de su agente llegado a Buenos Aires en 1903. En mi caso, trabajaba sobre documentación que probaba su presencia en la Patagonia ya en el invierno del año 1901.

Todos estos norteamericanos mencionados tuvieron un comportamiento irreprochable y quedaron agradecidos de ciertos datos que ponían en sus alforjas. A su vez Chatwin me remitió no pocos libros sobre bandidos desde Nueva York, y Kerry Ross Boren propuso a su agente literario inglés contactarme para un trabajo a dúo. Por supuesto, hubo excepciones ingratas, pero propias de la condición humana.

Pronto esta página volverá al temario de las policías fronterizas y no faltarán viejos reportajes y materiales periodísticos de aquella época y hasta opiniones del propio Ramos Otero. Pero vale la pena iniciar esta anécdota:

En el verano de 1975 recibí la información de que el ex juez federal de Chubut, Alejandro Godoy, atesoraba el amplio sumario del secuestro de Lucio Ramos Otero en su domicilio de Trelew. Tomé un vuelo, ilusionado.

(Continuará)

CURIOSIDADES

• Neuquén: ¿nueva mudanza? A fines de 1911,a casi siete años del traslado de la capital de Neuquén a su sede definitiva, los vecinos de Las Lajas remitieron un telegrama con 300 firmas a la Cámara de Diputados de la Nación peticionado se declarara nueva capital al pueblo donde residían. Volvieron a los argumentos de la infertilidad del lugar donde funcionaba la capital de territorio, la distancia con los lugares verdaderamente poblados y productivos y juraban no perseguir interese personales.

• Duelo en la vieja capital. A mediados de julio de 1911, dos semanas antes de la petición de vecinos de Las Lajas a los diputados nacionales, en Chos Malal se enteraron de la muerte del coronel Manuel J. Olascoaga ocurrida en su tierra mendocina. Un telegrama de Tricao Malal (publicado en LP del 17/07/1911) tras lamentar la muerte señalaba que «se retiró del territorio sin adueñarse de la más pequeña extensión de terreno…».

• Primer auto a Chos Malal. Para el 31 de julio (LP del 1º/08/1911) esperaban en la capital desafectada el automóvil que estaba por completar las 65 leguas recorridas desde «la estación Cipolletti» sin inconvenientes, por «los señores Tobar, Esquivel y otros.

(F. N. J.)


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