Aniversario inocuo

De ser la Argentina otro país, al gobierno le hubieran sobrado motivos para temer a que el primer aniversario de la caída del gobierno de la Alianza fuera conmemorado con un estallido de furia descomunal. Es que nadie, con la posible excepción de ciertos colaboradores del presidente Eduardo Duhalde, puede ignorar que todas las esperanzas, incluyendo las más tenues y realistas, que albergaban los que habían participado en las manifestaciones espontáneas de los días previos a la decisión del presidente Fernando de la Rúa de tirar la toalla, se han visto defraudadas, aunque es de suponer que algunos de los grupos que, instigados por políticos peronistas del conurbano bonaerense, protagonizaron los peores desmanes, sí consiguieron lo que se habían propuesto. Sin embargo, las advertencias y los rumores acerca de la decisión de distintas facciones de provocar incidentes violentos que habían circulado en profusión durante varias semanas resultaron exagerados. Para alivio no sólo del gobierno, las jornadas transcurrieron en paz. Si hubo violencia, ésta fue meramente verbal.

La voluntad evidente de la mayoría abrumadora de la población de impedir que las protestas prenavideñas degeneraran en tumultos similares a aquellos que precedieron al colapso del gobierno de De la Rúa es de por sí muy alentadora, pero por desgracia refleja no sólo un nivel notable de civismo que con toda seguridad envidiarían muchos europeos, sino también la resignación que sienten sectores muy amplios. En efecto, el motivo principal por el que los manifestantes marcharon en orden, limitándose a gritar los lemas que son de rigor en estas circunstancias, consistía en la conciencia de que era virtualmente nula la posibilidad de que sus propias recetas fueran adoptadas por un eventual gobierno nacional y que aun cuando uno lo hiciera no servirían para nada. Por lo tanto, es comprensible que las manifestaciones ya rutinarias de este tipo hayan llegado a asemejarse más a ritos semirreligiosos que a intentos auténticos de impulsar cambios reales. Lo mismo que los dirigentes de todos los partidos políticos históricos, los militantes, casi todos de «izquierda», que se reunieron en Plaza de Mayo parecían saber muy bien que sus ideas se habían desactualizado por completo y que si las reiteraran era por sentir que la nostalgia es mejor que nada.

Huelga decir que los más beneficiados por el clima resultante han sido los integrantes de la clase política tradicional. Hace un año, algunos por lo menos creían que el país estaba en vísperas de cambios drásticos que les afectarían personalmente, pero andando el tiempo aprenderían que sería poco probable que las protestas, por masivas que fueran, tuvieran consecuencias concretas desagradables. Además, parecen haberse convencido de que no tienen por qué modificar su conducta y que si bien conforme a las encuestas de opinión la mayoría los desprecia, esto no significa que muchos aprovecharían la oportunidad brindada por las próximas elecciones para obligarlos a irse. Para colmo, al lograr desprestigiar tanto la política, los «dirigentes» largamente establecidos se las han arreglado, sin proponérselo, reducir al mínimo el peligro de que surja un movimiento reformador genuino dispuesto a impulsar cambios fundamentales porque escasean los ciudadanos respetables que quisieran arriesgarse emprendiendo una carrera que podría convertirlos en blanco del escarnio público.

La estabilidad inverosímil de la que la clase política puede ufanarse es un fenómeno tan anómalo como malsano. No es nada natural que una sociedad se niegue a reaccionar ante reveses de la magnitud de los experimentados por la Argentina desde mediados de los años noventa. De ser tan decepcionantes como muchos prevén los resultados de las elecciones presidenciales del año que viene, la campaña en contra de una clase política que, según parece, quiere seguir «haciendo la plancha» hasta las calendas griegas con el propósito indisimulado de preservar sus propios privilegios, no puede sino reanudarse al darse cuenta la mayoría de que a menos que el país logre dotarse de un gobierno que sea capaz de llevar a cabo reformas «estructurales» destinadas a despejar el camino para que pueda ponerse una vez más en marcha, será inevitable que el futuro sea aún más deprimente que el presente.


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