Atavismo dañino

Según el ex ministro de Economía español Carlos Solchaga, le parece asombroso «lo poco que sabe la clase política argentina sobre economía moderna» porque, dijo, cree que la industria y el agro dan empleo cuando «la realidad indica que quien más puestos de trabajo genera es el sector servicios». Sin embargo, no es una cuestión tanto de la «ignorancia» de los legisladores y funcionarios, cuanto de la persistencia de un prejuicio fuertemente arraigado. Aunque abundan los políticos y los politizados que son plenamente capaces de perorar durante horas acerca de las teorías económicas modernas, citando las opiniones más recientes de aquellos especialistas norteamericanos y europeos que les resultan simpáticos, casi todos propenden a dar por descontado que «la producción» es buena por antonomasia, mientras que «los servicios» son esencialmente parasitarios.    

Dicha actitud, a primera vista tan lógica, que está compartida por progresistas y conservadores, dirigentes obreros y lobbistas empresarios, ha incidido de forma muy negativa en la evolución del país desde hace décadas porque, mal que les pese a los partidarios de «la producción», una característica de una economía moderna es la disminución constante de la importancia relativa de las industrias manufactureras y de la cantidad de personas que trabajan en el campo. Entre las consecuencias más evidentes y más destructivas de la resistencia a tomar los servicios en serio ha sido el desprecio generalizado por las finanzas. Este sentimiento impulsó la guerra santa contra los bancos liderada por tradicionalistas como la ex presidenciable Elisa Carrió, que contribuyó de manera decisiva al colapso de fines del 2001. Asimismo, el sesgo antifinanciero del presidente Néstor Kirchner, político que parece suponer que la mejor forma de lograr una mayor equidad consistiría en reducir las dimensiones del sector servicios en beneficio de quienes producen bienes tangibles, se debe en buena medida al prejuicio así supuesto.

Solchaga, quien fue ministro de Economía en el gobierno de Felipe González, entenderá muy bien el poder de la actitud que atribuye sólo a la falta de conocimientos actualizados, pero que para muchos equivale a una verdad revelada y es por lo tanto indiscutible. En España, franquistas de inspiración católica e izquierdistas de formación marxista también se sentían horrorizados por el avance de los servicios a costa de actividades a su entender incomparablemente más dignas relacionadas con la producción de bienes físicos. Para los así convencidos, el que en las economías más avanzadas y prósperas los que se dedican a cultivar la tierra y trabajar en fábricas ya constituyan una minoría cada vez más reducida es una aberración, un síntoma de decadencia, no una señal de progreso, tesis que suponen será demostrada pronto cuando una crisis enorme devuelva las cosas al lugar apropiado.

Por tratarse de una forma de pensar de raíces muy profundas, la insistencia dogmática en que «la producción» es de por sí buena y todo lo demás malo parece invulnerable al razonamiento basado en nada más firme que los hechos. Así, pues, a los directamente vinculados con la industria y, en otros países por lo menos, con el agro, les es bastante fácil convencer a los políticos y a los comentaristas de la presunta necesidad de defender tales intereses sectoriales «subordinando» los servicios, sobre todo los financieros, a lo que según ellos es algo mucho más real y por este motivo más respetable. Hasta cierto punto, algunas campañas en dicho sentido pueden resultar útiles, sobre todo en una época tan incierta como la actual, en la que industrias enteras podrían hundirse a causa de una convulsión financiera pasajera, pero llevadas al extremo que es habitual en nuestro país se transforman con frecuencia en movimientos de resistencia contra la modernidad como tal. Después de todo, el sueño de políticos como Eduardo Duhalde y, tal vez, de Kirchner, es una economía basada en «la producción» en la que «los servicios» desempeñan un rol marginal, o sea, una comparable con aquellas del «Primer Mundo» de hace cuarenta años o más, antes de que el aporte de los servicios al producto bruto aumentara tanto que alcanzaría el setenta o el ochenta por ciento que hoy en día es considerado normal.    


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