Cárceles privadas: ¿problema o solución?

Por Martín Lozada (*)

La privatización de algunos segmentos del sistema penal constituye un insoslayable dato de la realidad. Comenzó en nuestro país a principios de los años noventa con la arrolladora aparición de las policías privadas y continúa en nuestros días con el proceso de privatización de las prisiones.

La era contemporánea de las cárceles con fines de lucro se inició a mediados de 1980 en los Estados Unidos. Kentucky fue el primer Estado de la Unión que le entregó a una empresa el manejo completo de una prisión, y desde entonces son más de 140 los centros penitenciarios privados del país y más de 140.000 las personas alojadas en sus instalaciones. A partir de 1983 este sector ha venido experimentando el crecimiento geométrico de su capacidad: 4.630 plazas en 1988; 32.555 en 1993 y 132.572 en 1998.

En la actualidad son 17 los grupos económicos que se reparten el mercado de esta poderosa industria privada. Ofrecen un amplio menú de bienes y servicios, que van desde los proyectos arquitectónicos y financiamiento para la construcción, hasta el mantenimiento, la administración, el contrato de seguros, la provisión de empleados y la búsqueda y transporte de presos.

El Complejo Industrial de Prisiones (PIC) tiene su expansión asegurada en un país que, con 2 millones de personas privadas de su libertad, posee la mayor población carcelaria del mundo.

Sobre todo debido a que en los últimos diez años su número aumentó en un 50%, pese a que en igual período de tiempo el porcentaje de delitos disminuyó un 20%. Esta paradoja radica, sobre todo, en el endurecimiento de la «guerra contra las drogas» y en la imposición de penas más severas para infracciones no violentas.

Según el Departamento de Justicia, en los Estados Unidos hay 690 presos por cada 100.000 habitantes, mientras que la media europea está por debajo de los 100 reclusos por cada 100.000.

Hiperinflación carcelaria que, según sostiene el sociólogo Loic Wacqant en su obra titulada «Las cárceles de la miseria» (Manatial, 2000), ha propiciado el vertiginoso desarrollo del sector privado, que inclusive cuenta con una revista, la Correctional Building News, cuya tirada alcanza los 12.000 ejemplares.

En nuestro ámbito regional el proceso se ha puesto en marcha a través de la concesión de ciertos servicios penitenciarios a empresas privadas. Tal opción, en el marco de las actuales restricciones presupuestarias y crisis fiscal, ha suscitado una gran expectativa por parte de las autoridades. Prueba de ello es que la primera cárcel de gestión privada y fines de lucro fue pactada en 1999, entre el gobierno de la provincia de Buenos Aires, la Secretaría de Justicia provincial y una empresa particular.

Se trata de una «cárcel factoría» establecida en el partido de Saavedra, cuya cabecera es la ciudad de Pigüé. El constructor del establecimiento tiene a su cargo la alimentación y salud de los internos, así como el mantenimiento del edificio. Como contraprestación cobra un canon por cada uno de los allí alojados, con derecho a comercializar el producto de su trabajo, el cual debe ser voluntariamente asumido por los mismos. La vigilancia, tratamiento y rehabilitación de los reclusos se encuentran, según lo convenido, dentro de la órbita estatal.

Los defensores de las cárceles privadas aseguran que combinan beneficios tales como calidad de construcción, eficiencia y adecuada administración, así como una considerable merma del costo preso-día. Los contratos de administración carcelaria celebrados entre el gobierno y las empresas privadas suelen estipular tarifas fijadas explícitamente por debajo de lo que le ha costado a la entidad pública administrar la cárcel en años anteriores, o sobre proyecciones de lo que le costaría al administrador público en el futuro inmediato.

Sus detractores sostienen que la promesa de ahorro resulta ser un hecho que no se condice con la realidad. Y que son numerosos los estudios que indican que hay poca o ninguna diferencia entre los costos de los establecimientos penitenciarios públicos y los que funcionan con fines de lucro.

Uno de los aspectos que mayor conflictividad ha despertado se refiere a la utilización de la mano de obra de las personas privadas de su libertad. En los Estados Unidos grandes empresas como Microsoft, TWA, Boeing, Konica, Jansport y Victoria»s Secret se benefician, a través de subcontratistas, de sus servicios. La Asociación Americana de Juristas, entre otros, ha denunciado abusos por parte de los gestores privados, sobre todo en relación con la total falta de remuneración de los internos, los elevados riesgos de accidentes a los que se encuentran expuestos y a su total imposibilidad de agremiación u organización como colectivo.

Tanto es así que la propia Organización Internacional del Trabajo (OIT) destacó en 1998 que el «trabajo forzoso» ha evolucionado en los últimos años, pasando de la esclavitud a la servidumbre por deudas y luego al trabajo por motivos políticos, para en nuestros días asumir la modalidad de trabajo realizado por los reclusos.

Para entonces, la Subcomisión de Prevención de Discriminaciones y Protección a las Minorías de las Naciones Unidas ya había recomendado la realización de «un estudio a fondo sobre todas las cuestiones relativas a la privatización de las cárceles, incluida la obligación de respetar e instrumentar la legislación vigente en el país de que se trate y la posible responsabilidad civil de las empresas administradoras y sus empleados».

Resta en lo sucesivo analizar si los mandatos constitucionales vinculados con las personas privadas de su libertad pueden ser cumplidos en este ámbito paulatinamente delegado en manos privadas. Si estos nuevos gestores de políticas públicas resultan capaces de compatibilizar sus lucros con el bien colectivo y, en definitiva, si esta práctica carcelaria no nos retrotrae a los albores mismos de la modernidad.

(*) Autor de «Seguridad Privada: sus impactos en el Estado de derecho», (Abaco, 2000).


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