Nuestros cristales rotos

La “Noche de los cristales rotos” ocurrió entre el 9 y el 10 de noviembre de 1938, cuando Hitler llevaba cinco años como “canciller” del Reich. Al horror nazi no todos lo evocaban como horror, sino que había quienes lo percibían como justa vindicación nacional de Alemania ante un Tratado de Versalles que la había puesto de rodillas en 1919. La derecha, en Europa, dice lo mismo hoy.

Al principio, las democracias –que se veían desafiadas en sus mismos fundamentos por el totalitarismo nacionalsocialista– nada hicieron o hicieron poco. Alemania siguió rearmándose “en secreto”. Y los historiadores, luego, han sabido sacar sus conclusiones acerca de esta inacción. Algunos han considerado la hipótesis de que Hitler era una apuesta fuerte para terminar con el bolchevismo y con Stalin, de modo que “dejar hacer” devino política de Estado hasta que se evaluó que los costes de tan alucinada travesía exigían detener a Hitler a como diera lugar. Era un poco tarde y el asunto se les había ido de las manos. No es para nada una hipótesis honrosa para las democracias occidentales, por cierto.

Hasta, incluso, Canadá y los EE. UU. miraban las cosas como el coro griego, es decir, desde el costado y sin demasiado protagonismo. Rechazaron al navío St. Louis y sólo algo más de doscientos de los poco menos de mil pasajeros que no habían podido desembarcar en La Habana sobrevivieron al martirio que los esperaba, de regreso, en Amberes. Corría 1939.

Justin Trudeau, el actual presidente de Canadá, acaba de pedir perdón con el apoyo de todo el arco político de su país, a los pasajeros y a sus familias. Se hace cargo, el presidente, en un gesto que lo honra, de lo que hizo ayer el mismo Estado que él preside hoy. De Trump no es esperable lo mismo.

Y si Hitler, ayer, les parecía malo pero utilizable, entonces nada hay de sorprendente en que la “grieta” en torno a la valoración del nazismo permanezca sana, lozana y buena en Europa e, incluso, allende el Atlántico, es decir, aquí, desde la sinagoga de Pittsburgh hasta el Brasil del capitán Bolsonaro.

Al presidente Emmanuel Macron nada le ha parecido mejor que reivindicar al “primer Pétain”, esto es al héroe de Verdun, esa batalla de la primera guerra que los franceses inscribieron en el “arc de triomphe” de sus glorias modernas. Pero el caso es que tanta objetividad no se lleva bien con el horror de Auschwitz; y no ha de ignorar el presidente que de la Francia con centro en Vichy y gerenciada por el mariscal colaboracionista salían transportes con ciudadanos judíos rumbo a los hornos crematorios. No cabía –no cabe– ninguna distinción entre un presunto Pétain honorable y uno que fue un criminal fusilable, y que sólo zafó de ahí por la magnanimidad del general De Gaulle que le conmutó la pena.

Y no cabía ni cabe ninguna distinción porque son esas ambigüedades las que abonan el camino de recidivas abominables como las que estamos viviendo en Europa y América. Habrá otras causas que expliquen esta lúgubre resurrección que está teniendo lugar –como en la Alemania de 1930– ante nuestros ojos. Pero desde el poder del Estado hay que promover una moral social y no otra.

Los equívocos y las medias tintas, cuando se refieren a ciertos temas, disparan conductas erradas, tanto la del estudiante que lo llama “Manu” en vez de señor presidente, como las más graves de los alucinados que promueven matar inmigrantes cuando son pobres y de color no blanco. Ciertos respetos se ganan con los principios y otros con el rigor y el monopolio de la fuerza, bien lejos de tolerancias que luego conducen a lo irreparable. Abrigarse con la democracia, a veces, es una forma de la cobardía.

El escritor Hans Magnus Enzensberger nos presenta su “Hammerstein, o el tesón” (Anagrama, 2011) como “una historia alemana”, aun cuando la única y verdadera historia alemana del siglo XX fue el nazismo.

El esfuerzo de HME está orientado a echar un poco de bálsamo sobre la conciencia de un pueblo y de un país al que todavía hoy se identifica (o casi) con el nazismo. En pos de ese objetivo, trata de encontrar, en los propios actores de la política alemana de la década del 30 del pasado siglo, algún átomo de dignidad, como si nos dijera que no todo ese país celebró el extravío en el horror sino que, en el Ejército (Reichswehr), por ejemplo, hubo un hombre moral que resistió incluso a riesgo de su vida al canciller Hitler que, en 1933, iniciaba la carrera hacia el abismo.

Ese hombre, comandante en jefe de la Reichswehr, se llamó Kurt von Hammerstein-Equord. Era aristócrata, tenía título de Barón y una vez dijo algo memorable: “El miedo no es una visión del mundo”. En el contexto de época eso quería decir que, cuando se convive con Stalin y Hitler, mirar para otro lado no es una opción. Hammerstein nunca fue nazi, de su familia (siete hijos) nadie fue nacionalsocialista y, al fin y al cabo, los autores del ya célebre atentado del 20 de julio de 1944 eran militares alemanes.

Y es claro, entonces, que Alemania no es sólo el nazismo –sino también Goethe y Schiller, por caso–, pero Hitler tiene la fuerza del mal y se impone como tono y cadencia cuando se evoca al pueblo alemán y a la historia de Alemania.

La actualidad de la “Noche de los cristales rotos” no sólo es el horror en cierne sino la parálisis ante ese horror. El auge de las derechas en Europa, la presencia de Donald Trump en la Casa Blanca y el triunfo de Bolsonaro en Brasil son parte de un fenómeno ante el cual la parálisis no debería ser “una visión del mundo”, como supo decir Hammerstein.

La actualidad de la “Noche de los cristales rotos” no sólo es el horror en cierne sino la parálisis ante ese horror.

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La actualidad de la “Noche de los cristales rotos” no sólo es el horror en cierne sino la parálisis ante ese horror.

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