Sebastián Hacher: una reflexión sobre el silencio y el ruido que nos invade
El escritor y periodista acaba de publicar “Cicuta para los oídos”, una novela que habla de la búsqueda, difícil -cuando no imposible-, de encontrar el silencio.
Desde hace algunos meses, Sebastián Hacher sufre de tinnitus, ese zumbido molesto que permanece adentro, autónomo, insistente como una tortura, aunque no haya una fuente sonora externa. Parece una mala broma. Justo a él, que acaba de publicar “Cicuta para los oídos”, la novela en la que narra la búsqueda del silencio en un lugar que podría traerlo consigo, el campo, pero donde se le niega de la manera más pesadillesca: hay unos vecinos que ponen a todo volumen, a cualquier hora del día o de la noche, esa pegajosa canción de Vilma Palma e Vampiros, “La pachanga”.
Justo él, que en ese libro escribió: “Si alguien me quiere desear el mal absoluto, ya sabe qué hacer”: desearle Tinnitus.
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Hay algo real y algo de ficción en la historia del libro que publicó este mes Eterna Cadencia Editora. Lo real: Sebastián Hacher efectivamente se fue a vivir al campo, a una hora de Buenos Aires, con lo cual se garantizó “la desconexión y la cercanía de la ciudad”. Lo real: allí se dedicó a bordar, a observar y a aprender sobre la enorme variedad de plantas que crecen en el monte que rodea su casa, y a criar unos cuantos perros, entre ellos a Maloca, una protagonista esencial de esta historia.
“Maloca es el espíritu del bosque”, dice él, del otro del zoom, con unos enormes auriculares mientras extiende y enseña una enorme manta que lleva impresas las plantas que crecen en su monte, y el dibujo de la perra (en versión robot), y que está bordando junto a mucha gente.
Lo real: Sebastián Hacher escribe y borda. Aprendió a bordar de chico, con su abuela Cecilia, que era modista. “Yo vivía con ella, y en su casa había telas, retazos, muchos hilos. Ella me enseñó macramé y me enseñó a bordar”, cuenta. Con obsesión, en el campo retomó el oficio que tan amorosamente le había enseñado su abuela, tomó clases, incluso viajó a Paraguay para aprender la técnica del ñandutí, ese encaje de agujas que se teje sobre bastidores en círculos radiales. El bordado, dice, es una manera de meditar, de calmar la mente y los pensamientos. Pero también, sobre todo, de decir.
Las dos, la escritura y el bordado, son maneras de comunicar. Y las dos se entrelazan no sólo en esta novela en la que el protagonista, que padece de misofonía -una aversión a ciertos sonidos-, busca un refugio silencioso, sino también en su vida. Lo real: Sebastián Hacher borda fotos de los sobrevivientes de la “Conquista del desierto”.
“Yo hice el camino inverso. Me fui a vivir al campo antes de la pandemia, y me volví a la ciudad cuando fue la pandemia. Mientras viví allá, hice un trabajo con las fotos de los sobrevivientes de la conquista del desierto, de la aniquilación, imágenes de los prisioneros que estuvieron encerrados en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata. Pero no lo hice sólo. Trabajé con tejedoras mapuche. Implicó un enorme trabajo comunitario porque visité distintas comunidades mapuches a lo largo del camino que va de Viedma a Bariloche, el camino que habían hecho esos prisioneros originalmente”, cuenta Hacher.
Bordar es una actividad solitaria, pero también comunitaria. Lo hizo antes y lo hace ahora. Va a talleres de bordado, se reúne en bares a compartir momentos de bordado. Encuentra, en esa comunión de hilos y agujas que entran y salen de las telas o las fotos, no solo un ritmo de concentración sino de relación con el otro, una especie de conversación a veces hablada y a veces muda.
Escritor también de “ Gauchito Gil” (2008), un libro que combina retratos y fotografías de este santo pagano, “Sangre salada” (2011) y “Cómo enterrar a un padre desaparecido” (2012), Sebastián Hacher además dibuja: en el libro hay ilustraciones de las plantas que va descubriendo en su monte, como cardos y la muy prolífera cicuta, e incluso un final, que incluye robots. Por eso, Sebastián también quiere construir robots. De hecho, también toma un curso para intentarlo.
-Fuiste al campo a buscar silencio y encontraste ruido. En el caso del libro, el ámbito donde transcurre no aparece como idílico.
-Hay algo muy interesante en eso de que el ser humano puede evitar mirar, o tocar, puede alejar las manos si se está quemando, taparse la nariz, pero no hay manera de escaparle al ruido. El único sentido que no podemos controlar es el oído. El ruido, el sonido se impone, a veces de manera violenta, invasiva. Y me gustaba la idea de que el campo no sea romantizado, porque la verdad es que crudeza: están las comadrejas que se comen a las gallinas, las ratas, la vegetación que crece y aniquila lo que hay abajo, los vecinos molestos.
Los vecinos, de los que se sabe poco, no son centrales como personajes. Son importantes como fuente de la perturbación, como síntoma de una época en la que el silencio parece más perturbador que el ruido excesivo, como marca territorial. “Es como cuando vas a la playa y cerca hay alguien con parlantes enormes marcando territorio, invadiendo todo”, dice Hacher. Y también son importantes por lo que generan en el protagonista.
El silencio se vuelve entonces una búsqueda y una obsesión. Tanto, que busca incluso una cámara anecoica, la famosa cámara del silencio en la que se metió el compositor John Cage en 1951 y en la que apenas pudo estar 4 minutos y 33 segundos, lo que lo llevó escribir su obra “4’33’’ que consistió en abrir el piano, guardar silencio durante ese tiempo, y cerrar el piano. Parece una eternidad abrumadora, hecha de vacío.
En Argentina hay una cámara de ese tipo y está muy cerca del campo adonde vivió Sebastián. Él quiso hacer la experiencia. “Pero me rechazaron”, dice. Eso es real. Y está en el libro también. “Ahora, con el tinnitus, no podría entrar”.
También es real Maloca, la perra que lo acompaña en el campo. “Los perros en el campo son completamente distintos a los de la ciudad. Van de una casa a otra, cuidan esta casa o la otra. Hay algo más salvaje, instintivo. Tuve varios perros en esos 8 años, pero Maloca era muy especial. Siento que ella era el espíritu de bosque, una especie de princesa Mononoke”, dice.
Todo esos mundos que acompañaron la escritura del libro formarán parte de la presentación de “Cicuta para los oídos” que se hará el 21, en Buenos Aires. Habrá robots, estará la manta, lista, hecha a muchos manos, para terminar de darle sentido a ese libro que escribió y que bordó en busca de un silencio que en la realidad también le es esquivo.
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