Libros: «La habitación alemana», de Carla Maliandi

En “La habitación alemana”, la primera y gran novela de Carla Maliandi, la protagonista regresa a Heidelberg, una ciudad que para ella tiene el color, y la textura de la infancia.

¿A dónde, a qué volvemos cuando regresamos? ¿A una sensación, a un lugar, a un recuerdo? ¿Qué queda en pie si ni siquiera nosotros somos los mismos que cuando estuvimos allí? ¿Qué buscamos? y lo que es más inquietante: ¿qué encontramos y qué hacemos con todo eso?
¿Regresar es recordar?


La protagonista de “La habitación alemana “, gran primera novela de la argentina Carla Maliandi, editada por Mar Dulce, regresa a Heidelberg, una ciudad que parece salida de “un cuento de hadas” y que para ella tiene el color, y la textura de la infancia.
Ella nació y vivió allí cinco años con sus padres, dos filósofos que debieron exiliarse en Alemania por la dictadura militar. Lo primero que recuerda es la última noche familiar de exiliados, esa noche que tantos exiliados argentinos deben haber vivido, entre la alegría del regreso al país y la tristeza de abandonar amigos, compañeros de ruta, y lo que fue un hogar.


Para la protagonista y narradora, todo Heidelberg, las estrellas de su cielo, el castillo de la afamada ciudad de los filósofos, representa un lugar feliz. Su recuerdo tiene ese doble cristal -diáfano y opaco- de los recuerdos de infancia, porque quien narra entiende lo que vivieron aquellos exiliados, pero a la vez no comprende del todo: “La noche anterior al viaje, al gran viaje de vuelta a la Argentina, nuestra casa de la calle Keplerstrasse se llenó de filósofos…Había algunos latinoamericanos, un chileno que tocaba la guitarra, un mexicano serio de previsibles bigotes, y Mario, un joven estudiante argentino que paraba en nuestra casa”, escribe la protagonista.
Los recuerdos son, inevitablemente, como esas polaroids que van perdiendo el brillo y el color con el paso de los años. Cuesta distinguir con precisión.

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Regresar es huir
El regreso de la protagonista no tiene nada que ver con la nostalgia y melancolía. Más de dos décadas después, y con más de treinta años, hace el viaje en sentido contrario, de Buenos Aires a Heidelberg, como un movimiento apresurado, irracional, de huida, sin certezas y sin dar explicaciones.
La protagonista se instala en una residencia de estudiantes, sin tener el más mínimo plan de estudio. Mejor dicho: sin tener el más mínimo plan.
Este no es un libro de aprendizaje, en el que la protagonista hace un largo periplo para salir sabia y victoriosa al final del camino. No es un viaje para encontrarse a sí misma. El viaje es, en todo caso, un paréntesis. Y los paréntesis, a veces, encierran mundos inesperados.

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La protagonista no nos explica bien qué deja atrás, en Buenos Aires, aunque sabemos que dejó su trabajo intempestivamente y viene de una ruptura amorosa: se separó de Santiago, su pareja. Y no lo explica porque la mujer que regresa no conoce muy bien las razones. Elige una residencia de estudiantes, ocupa una habitación, promete que llevará un certificado que pruebe su carácter de universitaria en Heidelberg, y lo que inicia, en verdad, es un largo vagabundeo: ante la falta de certezas sobre su pasado lo que nos regala es el presente puro. Pero antes, en el transcurso de su primera noche, tiene un sueño que nos anuncia lo que vendrá: sueña con un niño, con un campesino que ordeña una vaca y le ofrece un vaso de leche; escucha que ese hombre le dice que sus pechos también están llenos de leche. Poco después, el sueño adquiere sentido: la mujer ha llegado embarazada a Alemania. No lo sabía. Tampoco está segura de quién es el padre ¿Santiago?, ¿otro?
“La habitación alemana” nos abre muchos caminos para recorrer, muchas líneas, desde ese espacio fuera del tiempo, y a la vez fuera de lugar. Estar en la residencia de estudiantes, señala la narradora, “es como no estar en ningún lado, es estar sola pero con mucha gente, tener todo sin ser dueño de nada y pasar desapercibido”.

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Buscar el lugar seguro no implica encontrarlo. Todo empieza a enrarecerse.
La residencia de estudiantes es un desfile de personajes que van cruzándose. Miguel Javier, un tucumano, becario del Conicet, acompaña a la joven al hospital. Es un gesto amoroso, lleno de cuidado.
Una estudiante japonesa se vuelve casi instantáneamente su amiga: Shanice, que organiza una reunión de karaoke para todos los residentes. Pero lo que parece pura diversión, se transforma en tragedia: Shanice se suicida horas después y le deja a la “amiga argentina” todas sus pertenencias: un baúl de ropa, zapatos, “dos cámaras de fotos, un teléfono celular, una notebook, un ipod, un ipad, uno de esos aparatos para cargar libros electrónicos, un reproductor portátil de dvd, un secador de pelo”.
La puerta que abre el suicidio de la estudiante japonesa tiene aires góticos. La señora Takahashi, la madre de Shanice, que viene de Japón a enterrar a su hija, es una mujer que primero parece frágil pero luego se transforma en una presencia exótica, embrujada, acosadora. Y por si fuera poco, aquellos zapatos que recibió en herencia la protagonista, y que viajarán a Tucumán, como un regalo para la hermana de Miguel Javier, llevan consigo una especie de maldición.


Los inmigrantes ilegales, y ese hombre de rasgos “turcos” del que la dueña de la residencia, Frau Wittmann, aconseja desconfiar, comparten algo con la narradora: la sensación de no pertenecer. La residencia estudiantil en la que se desarrolla la mayor parte de la novela, donde vive rodeada de jóvenes de distintas nacionalidades, es para ella una forma de soledad. Sin embargo, el suyo no es un hospedaje pasivo ni meditabundo. Rápidamente se encuentra envuelta en una serie de eventos extraños e inesperados que la obliga a la acción y comienza a frecuentar a los personajes más impredecibles, como la libidinosa y brusca señora Takahashi, o Joseph, el amante gay, todo a una velocidad de vértigo frente a la cual ella, embarazada al fin, reacciona a veces con un oportuno vómito a los zapatos del interlocutor.

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En la velocidad de este texto, escrito de un modo preciso, elegante, y que nos lleva de un breve capítulo a otro, movidos por la intriga y la ansiedad de saber qué más pasa, a dónde vamos, a la protagonista le queda una puerta por abrir: el encuentro con Mario, un hombre ahora, profesor universitario él, que fue, dos décadas antes, el joven estudiante de filosofía que estuvo en la fiesta de despedida cuando la familia regresó a Buenos Aires. La protagonista se muda por un tiempo a lo de Mario, mientras él viaja.Y es allí donde el pasado de la historia argentina regresa de un modo nuevo, a través de fotos y cartas que encuentra en la casa de este exiliado argentino que ha decidido que no puede regresar al país, donde perdió su ex novio, torturado y asesinado por los militares.
Como dice Beatriz Sarlo sobre esta novela: “sus recuerdos del exilio no conciernen a la política, no son recuerdos de hombres y mujeres que actuaron entonces o fueron perseguidos. No se los puede llamar post-memoria, porque no narran lo que se escuchó o se conoció de esa época. No es la memoria de los padres en los hijos. Se ha dado vuelta una página, no para negar lo sucedido, sino como incipiente indicador de que probablemente relatos como el de Maliandi consideren una especie de independencia respecto de aquellos sucesos que siguen siendo terribles, pero lo son desde perspectivas nuevas: el horizonte se ha alejado”.
La eterna postergación
La habitación alemana, con sus múltiples líneas puede leerse como una historia de regreso que es, en todo momento, una historia de la postergación del regreso y de la postergación de todas las decisiones. Pero también es la historia de personas “extranjeras” (Miguel Javier; Mario; Joseph, el amante gay; la señora Takahashi, ella misma), que por muy distintos motivos escapan de algo.
Aunque el personaje de la madre de Shanice tiene destellos sombríos, demenciales y fantásticos no deja de ser esencial: en ella se resume el viaje de una madre que fue a buscar a una hja y que no puede irse. Casi un espejo de la protagonista: una hija que va al lugar donde estuvieron los padres y no hace más que postergar el regreso.


Pero, a diferencia de ella y aunque el libro no se presente nunca como una moraleja, la protagonista que fue a descansar a esa ciudad que parece salida de un cuento de hadas, se reencuentra sobre el final con las estrellas de aquel cielo infantil.
El reverso de los viajes, el precio a pagar, mayor o menor dependiendo de la extensión y la intensidad de la travesía, es el regreso a casa para afrontar una montaña de postergaciones y conflictos a resolver. La novela se detiene un paso antes, todavía en la incertidumbre. “Estaba perdida, pero estaba a salvo”, escribe, casi como una primera y única tabla de salvación.
No es poco. Es casi todo.


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