Fanny, la maestra de Gómez que quería reencontrarse con sus alumnos

Rumbo a sus 93 años, la docente nunca olvidó a quienes la escucharon en el aula: los más humildes, los que le quitaban el sueño y los que la dictadura se llevó. El repaso con RÍO NEGRO en una charla cargada de emociones.

La docencia la encontró a ella, después de intentar estudiar Medicina, becada en Bahía Blanca por sus buenas calificaciones. Cuando volvió, apesadumbrada, fue una compañera del colegio secundario la que llegó con la propuesta de cambiar, para ser maestra, cuando ya parecía que la idea de recibirse se alejaba. “¿Me aceptarán?, se preguntó Fanny, preocupada por la edad y ya dedicada a trabajar en comercios de Roca. Sabía cuánto le gustaba estudiar, aprender cosas nuevas, pero aún desconocía cuánto iba a disfrutar enseñando a otros, a esos pequeñitos que se le prendían del guardapolvo en los recreos, y que ya de grandes, aún hoy, corren a su encuentro en un pasillo del supermercado, necesitando su abrazo aunque ya son adultos.

Los ojos de la “seño” Antoniuk, hija de ucranianos, son de un color celeste suave, como la voz con la que narra los momentos que va recordando. “Una historia arriba de la otra”, afirma que conviven dentro suyo, para su nostalgia o para su pena, pero vividas al fin. Su cabello, hoy plateado por el paso del tiempo, era el mismo rubio de su infancia, cuando se burlaban de ella en el aula por la palidez. Nacida en Grünbein, Bahía Blanca, Fanny dijo contenta que junto al aniversario roquense, ella cumplirá sus 93 años, el próximo 1° de Septiembre. Es serena y dócil, pero se arremangó para sobreponerse a la exclusión social de su tiempo y por eso invita constantemente a no achicarse ante las complicaciones.

La labor de la maestra Ullmann, como la registraron algunos estudiantes por el apellido de su esposo Ceferino Pedro, pasó por varios colegios, como el N° 32, sobre calle Isidro Lobo (donde ella misma hizo el Nivel Primario) y el N° 42, de calle Villegas. Pero el reconocimiento le llegó en el marco de los 100 años de la Escuela N° 66 de J.J. Gómez, donde también estudió Sandra Espinoza, su actual cuidadora de día, la que la asiste en sus quehaceres cotidianos. Gracias a ella, RÍO NEGRO pudo conocer que había una maestra extrañando a sus pequeños y que pedía saber de ellos, qué fue de su vida.

Una foto de Gustavo, alumno suyo que le dedicó unas palabras. Foto: Andrés Maripe.

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Para acercar distancias, Sandra dejó a disposición su propio número de celular (Fanny no usa) y una foto, para que la memoria se activara por completo. Marta, Nelly, Alicia y Clara, fueron algunas de las que levantaron la mano en ese momento, en los comentarios de Facebook. Otros que pudieron rastrearla personalmente, aparecieron en su casa, sobre calle Cipolletti casi Alsina, para mostrarle que ya eran grandes, que ya no usaban delantal y que hasta habían tenido hijos. “¡Mire, seño, mire!”, dijeron por dentro, esperando la felicitación, como cuando ella les corregía las cuentas en el cuaderno.

“Primero inferior” y “segundo grado” fueron la especialidad de Fanny por más de 20 años. Allí, con la vocación que fue descubriendo, dio lo que le hubiera gustado recibir cuando era la nena del hogar de Catalina y Abbakum, los papás inmigrantes que llegaron a Roca a comienzos de siglo, después de pasar de pueblo en pueblo buscando un porvenir, sin conocer el idioma, durmiendo en carpa y sin saber ni leer ni escribir, como en el caso de su mamá.

Don Antoniuk había tenido que combatir en la Primera Guerra Mundial (1914) y escapaban de eso. Convertido en empleado de la bodega Humberto Canale, las secuelas que no le dejó el combate se las provocó un accidente con un camión en la ruta, aquí en el Valle, algo que le impidió volver a caminar correctamente. Su esposa limpiaba en casas de familia de la comunidad judía y sus hijos más grandes, los hermanos de Fanny, debieron empezar a trabajar con 10 y 12 años, uno repartiendo diarios para “Casa Jara” y el otro, ayudando en la Farmacia “Mandanaro”, hoy desaparecida.

Testigo de todo eso, excluida también en la escuela religiosa donde hizo el secundario, la protagonista de esta nota aprendió a preocuparse por el bienestar de los que tenía a cargo, incluso aunque su propio hijo se pusiera celoso de los nenes y nenas que llevaba a la casa, para reforzar contenidos y tomar la merienda. Sabía que muchos de ellos vivían “a mate cocido y galleta”, como Hildegarda, la nena que se le desmayó en el aula, hija de un carpintero chileno que no llegaba a fin de mes. O que eran criados por sus abuelos, sin mucho cuidado, como en el caso de ese nene de la chacra al que pasaba a buscar para despertarlo y que no faltara a clase.

Foto: Andrés Maripe.

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Escuela 42, 1976. Fanny de pie junto a sus chicos, en plena Fiesta de la Tradición. Foto: Andrés Maripe.

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Ese mismo compromiso motivó que un día, una mamá recurriera a ella cuando no pudo dar con el paradero de su hijo Alfredo, el más tímido, el inteligente, el que siendo niño no se le despegaba en el patio, el que conversaba con formalidad, como un adulto en cuerpo de niño. “No mataba a una mosca”, dijo reavivando la tristeza. Parecía un alumno más, pero Fanny frenó el diálogo con la mano para dejar en claro que era importante, que quería “que lo recuerden”, porque Alfredo Salgado, hoy integra la lista de desaparecidos en la última dictadura militar. “Se lo llevaron”, dijo con la impotencia intacta. A él y a otro chico más de los que la escucharon desde el pupitre. Fanny y Ceferino tenían un matrimonio amigo, el hombre era militar. También un allegado en la Policía. “Yo no sabía lo que estaban haciendo”, se reprocha todavía hoy, como queriendo retroceder el tiempo.

Foto: Andrés Maripe.

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A bordo de los colectivos de “La Balsa”, esta docente cumplió su labor a pesar de todo, hasta que una firma en el papel equivocado la alejó del pizarrón para siempre. “Me hicieron renunciar al cargo”, dijo, pero resignó la reincorporación ante las trabas burocráticas. Hoy ya jubilada, el afecto de sus estudiantes le demuestra que ese error involuntario no la alejó de sus corazones.

Ellos necesitaban que alguien los mire y yo no quería que terminaran perdidos, ‘como perro en cancha de bochas’”, concluyó con ternura. Por algo Hugo Gagliardi le dedicó estas líneas a las mujeres de esa profesión: “No sabes con qué alegría/ quisiera volverte a ver,/ no me vas a conocer/ pero entonces te diría:/ Yo ocupaba el tercer banco/ al lado de la ventana/ el que abría las persianas/ cuando el sol no daba tanto./ El que se ahogaba de llanto/ el día que te dejó/ y que nunca te olvidó/ y es por eso que te canto”.

El recuerdo de Susana, otra alumna.

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