El clan Puccio: algo más que una película

Daniel Muchnik (*)

El espíritu sangriento y la maldad de los que dispusieron de la dictadura militar a su antojo no se terminó con la llegada de la democracia. En 1983 las Fuerzas Armadas se habían puesto en el rincón y con bastante culpa por el desastre en la guerra del Atlántico Sur, pero las fuerzas policiales de todas las provincias ya habían aprendido de sus jefes-interventores (que eran militares) lo más execrable: la tortura, el apriete, la amenaza, el secuestro, el chantaje, el arrinconamiento fatal de la víctima. También quedaron sueltos y activos los pelotones de civiles armados, los que integraron las Tres A o las fuerzas de la represión, actuando en las mismas condiciones que en los tiempos negros de 1973 a 1983. Fue Perón quien pidió la creación del Somatén, un pelotón con protección del Estado dispuesto a aniquilar a guerrilleros, parientes, amigos y dirigentes políticos que no portaban armas. De esto y otras cuestiones trata una película argentina de éxito, “El Clan”, que muestra las actividades de la familia Puccio, que tuvo la ayuda de gente armada y con experiencia, con el peso importante de los argumentos y decisiones del máximo mentor y “pater”, Arquímedes Puccio. La película guarda distintos planos de análisis. Uno es el actoral. Muchos confiaban en Guillermo Francella, que asume el papel principal, y no salieron defraudados. Otros observaron el contexto del grupo humano que habitaba aquella casa de San Isidro; tampoco se conocieron críticas severas. Los demás, en cambio, encontraron defectos, como siempre ocurre (“Sobre gustos no hay nada escrito”, dice el refrán popular). Otro aspecto importante se refiere a la acción en sí. Arquímedes Puccio –quien siempre negó que lo hubiera hecho incluso hasta su último día de vida– es el arquitecto que pergeña el tipo de víctima, el lenguaje de la extorsión para liberar al secuestrado, el método de acción; sus hijos lo siguen. Hay mucho de envidia en la elección. Y odio, quizás para poder desplazarse. Los militares que lo acompañan cierran los ojos y cumplen. Impacta la participación, callada en algunos casos y activa en otros, de toda la familia, sin excepción. Las víctimas fueron encerradas en el primer piso del hogar familiar o en los sótanos. Gritaban, se quejaban. Todos escuchaban. De pronto una hija protesta porque no puede estudiar para el colegio. Puccio tenía el título de contador, su lenguaje era pulido, sabía manejar al grupo y su comportamiento fue digno de un estudio psicopatológico, un modelo de psicópata sin culpas. La familia es convencionalmente “normal” para una zona de clase media y alta del Gran Buenos Aires: un hijo juega al rugby en un equipo prestigioso (será cómplice como otro que regresa del exterior), a Arquímedes lo reconocen y participa de reuniones sociales, su esposa es profesora, sus hijas estudian o trabajan. Pintan como un grupo humano “ típico”, sin historias extrañas detrás de sí, sin sospechas. Como se dice, “todo bien”. Arquímedes no sufre, no tiene culpas (uno de sus hijos sí las tiene), mata sin piedad y al día siguiente reza en silencio con los suyos. Su proceder es terminante. No es un autómata, es un hombre que tiene plena conciencia de lo que hace. Y hay, en la película, un ángulo político interesante que explicaría la impunidad con la que se desplaza Puccio. Sus antecedentes, que la película no muestra: fue (y siguió siendo) miembro de los Servicios de Inteligencia del Estado y de las Tres A (otras versiones, contradictorias con las primeras, lo ubican en Montoneros). El filme no oculta su amistad con militares de distintas armas, y tiene un contacto firme, un comodoro de la Fuerza Aérea cuyo rostro nunca aparece, pero sí el de su secretario, que se mueve como un hampón. Es sugestivo: Puccio se desplaza en las escenas sabiendo que no habrá castigo, que está amparado. Por supuesto que es sobrio en sus conductas, pero actúa con mano de hierro y una seguridad que espanta. Es el comodoro, presionado por las circunstancias políticas, quien en cierto momento busca frenar al asesino serial. Es decir, el comodoro sabe que Puccio tiene atrapada a determinada víctima, y es a él a quien se le escucha sólo la voz a través del teléfono, cuando le dice que todo terminó, o sea, que la protección militar cesó. Indudablemente es él quien lo delató. Es muy posible que el comodoro y sus eventuales colegas o amigos se quedaran con una tajada de la montaña de dinero de los secuestros. Puccio acumuló medio millón de dólares. A mediados de los años ochenta, cuando sucede esta historia, era demasiado, una montaña. Reparte los dólares cuidadosamente, con la precisión de un cajero de banco. Psicopatología, psicopatía, historia de una familia enferma y criminal, el contexto de un tiempo que ha vivido la Argentina pero cuyos residuos quedan y salen a la superficie permanentemente. Más la corriente subterránea que empuja a Arquímedes Puccio, que lo arrastra y lo protege. Esa familia se desintegró. Algunos huyeron, otros terminaron en la cárcel. Y Puccio, como ocurre tantas veces, con esa mirada mefistofélica que tenía, nunca aceptó los cargos. Hasta se recibió de abogado en la cárcel y fue protegido en sus últimos días por un pastor evangelista en un pueblo del interior provinciano. (*) Periodista. Escritor


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