El correísmo se fue, pero su marca será difícil de borrar

Guillermo Lasso, guayaquileño, banquero y conservador, ganó las elecciones presidenciales en Ecuador. Con su victoria puso fin a 14 años de gobierno de Alianza País, el movimiento político que llevó a Rafael Correa a la presidencia en 2006 y lo sostuvo durante una década para, luego, darle la victoria a su heredero político, Lenín Moreno, quien pronto provocaría su implosión.


Las especulaciones sobre qué tanto influiría Rafael Correa en un eventual gobierno de Arauz terminaron también para dar paso a la discusión sobre la influencia que tuvo Correa durante su campaña. Mientras en la primera vuelta Arauz tuvo que mimetizarse con la imagen del expresidente para llamar al voto duro -ese que, decían los correístas, sería suficiente para ganar en primera vuelta-, en la segunda fue evidente la necesidad de tomar distancia del caudillo.

Arauz debía apelar a un voto moderado, dispuesto a comulgar con ideas más bien progresistas pero al que la sombra de Correa le despertaba los peores temores sobre buena parte de lo que fue su gobierno: persecución a la prensa, críticos y opositores; ataques a las organizaciones y líderes sociales; injerencia del Ejecutivo en la justicia. A la vez, Arauz no podía tomar distancia de aquel personaje que se alimenta del recuerdo de cuando fue gobierno.


Mientras Arauz se debatía en las contradicciones entre tener que ser Correa y no serlo, Guillermo Lasso se acercó a un electorado que despreció -y que lo despreció- en sus dos candidaturas pasadas. Esos progresistas que condenaban sus posturas conservadoras pero que, en esta ocasión, las aceptaron como un voto de rechazo al correísmo, fueron clave en su victoria.


Ese giro de timón a la derecha en Ecuador tiene varias explicaciones. La más evidente, quizás, es el desgaste de la figura de Rafael Correa, el hombre que encarnó -mucho más en el discurso que en la práctica- aquella alternativa supuestamente progresista. Cuando Correa se convirtió en mandatario de Ecuador, el país llevaba siete presidentes en diez años. De esos, tres habían sido derrocados, producto de la protesta y el descontento social; los tres habían dejado el país en situaciones de crisis. Correa, con un recorrido académico notable, con estudios en Europa y Estados Unidos, ofrecía lo que al votante latinoamericano promedio le seduce: refundar la patria. Ganó con una propuesta de Constituyente -que reformaría la estructura del Estado y le permitiría adecuar los poderes a su antojo- y entonces mostró una cara menos amigable.


Andrés Arauz, un funcionario de su gobierno -poco conocido incluso entre las propias filas de Alianza País, partido con el que nació Correa- era el encargado de reivindicar el significado de ese gobierno que, si bien planteó ciertas políticas sociales que permitieron mejorar las condiciones de vida de muchos ecuatorianos, estuvo marcado por los abusos, la corrupción y el estilo prepotente y desafiante de Correa. Arauz, un tipo más bien cauteloso y con poca experiencia política, no pudo convencer de que en un eventual gobierno, esas prácticas que polarizaron al país por una década no serían aceptadas.


Ecuador tiene ya un presidente electo y Correa, a regañadientes, tuvo que aceptar que no es su candidato, sino su rival.



Mostró evasivas para plantarle cara al lado más conservador de Correa: durante la campaña el expresidente señaló a las mujeres que abortan de “hedonismo” y “actividad frenética sexual”, sin que Arauz dijera una sola palabra al respecto. Tampoco pudo responder a la pregunta sobre si, en un eventual gobierno suyo, continuarían las prácticas de opinar y dictar sentencias desde la función Ejecutiva, como lo hacía Correa. Menos pudo mantener la coherencia entre sus palabras y la tónica de su campaña: decía que el odio ya no estaba de moda pero difundían videos como en el que Correa señalaba a varios medios de comunicación como los “cómplices” de lo que él considera, la traición de Moreno.


Mientras, Guillermo Lasso tomó distancia de la versión de sí mismo en la primera vuelta: moderó sus discurso más conservador; se acercó a colectivos feministas y LGBTI+; se mostró más amigable-incluso en su forma de vestir- y trabajó en su comunicación con jóvenes por medio de espacios virtuales como Tik-Tok. En sus spots de campaña y su línea discursiva quería mostrarse alegre y optimista, en contraposición a la virulencia del expresidente. Y funcionó lo suficientemente bien como para ser electo presidente. No porque Lasso haya cambiado sino porque Correa no cambió ni siquiera al mínimo viable para darle a Arauz un margen de flexibilidad que le permitiera airear su campaña.


Ahora, por primera vez en 14 años, Ecuador será gobernado por un partido autodefinido como de derecha, aunque con una Asamblea Nacional lo suficientemente fragmentada como para obligarlo a llegar a acuerdos con otras fuerzas políticas. CREO, el partido del ahora ganador de las elecciones, apenas logró meter 12 asambleístas -20 menos de los que tenía en 2017-.


Lo que sí debería ser una lección política para Guillermo Lasso -y sin duda para Arauz- es que el electorado es cada vez más consciente de sus demandas y que la retórica electoral ya no es suficiente para convencerlos. No es suficiente tampoco la imagen de un caudillo o el recuerdo de un gobierno; aun peor si es que los políticos evaden la autocrítica como mecanismo principal de vínculo con el electorado. Lasso tendrá además que demostrar si los acercamientos en la segunda vuelta fueron una estrategia electoral o, en efecto, ha aprendido a escuchar.

*  Periodista ecuatoriana y editora política en el sitio gk.city.  The Washington Post


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