El derecho a elegir en la enseñanza-aprendizaje

En nuestro país el acceso a la educación siempre fue enseñado como un derecho subjetivo esencial e inalienable que diferenciaba al hombre del resto de las especies.

Nuestros recuerdos en sepia traen a la memoria a aquella apasionada maestra que subrayaba en «technicolor»: «Todos los habitantes de la Nación gozan de los siguientes derechos conforme a las leyes que reglamentan su ejercicio; a saber, de enseñar y aprender (artículo 14 de la Constitución nacional)».

Desde el advenimiento democrático la escuela secundaria, a través de una asignatura cuya denominación sufrió una kafkiana metamorfosis -de Formación Cívica a Educación Cívica, pasando por Formación Moral y Cívica o Instrucción Cívica hasta recalar en la actual Formación Ética y Ciudadana-, se encargó de explicar hasta el hartazgo que el derecho de uno termina donde comienza el del otro.

A esta altura, como producto de tal tenaz ilustración, un joven sin precisar ser erudito sabía que los derechos no son absolutos y que las leyes en un todo de acuerdo con la Constitución nacional (artículo 31) serían en definitiva las que aclararían las situaciones complejas surgidas de la convivencia social.

En el tema que nos concierne, hay ciertas ocasiones en que los derechos pugnan o colisionan entre sí. Tal es el caso del derecho a elegir libremente, en contraposición con el de enseñar y el de aprender.

Siguiendo entonces el recorrido normativo aprendido, debiéramos conocer primeramente qué dice la Ley Nacional de Educación (26206) sobre los derechos y deberes de los padres respecto de sus hijos en edad escolar.

En tal orden, el artículo 128 determina que son los progenitores quienes deben elegir la institución educativa cuyo ideario responda a sus convicciones filosóficas, éticas o religiosas. Además, los reconoce como agentes naturales y primarios de la educación, indicando que son los padres los responsables de hacer cumplir a sus hijos la «educación obligatoria» (artículo 129) y quienes «deberán asegurar la concurrencia de sus hijos a los establecimientos escolares para el cumplimiento de la escolaridad obligatoria, salvo excepciones de salud o de orden legal que impidan la asistencia periódica».

El blindado régimen jurídico no admite, prima facie, grietas de relevancia. La educación laica, gratuita y obligatoria ha sobrevivido al paso de generaciones enteras de argentinos. A ello también ha contribuido la obligación constitucional de las provincias de garantizar la educación primaria (artículo 5 de la carta magna).

Así el sistema se ha defendido de quienes, convicciones mediante, lo han desafiado, objetores de conciencia, padres agnósticos o pequeñas comunidades como la de origen amish en La Pampa.

El acceso a la educación y la igualdad de oportunidades son las grandes banderas que sustentan el sistema. Al decir de Guillermo Jaim Etcheverry, «la escuela es uno de los últimos bastiones de la resistencia de lo humano, porque a pesar de todo lo que se diga la materia prima de la escuela no es la última información, es la adquisición de marcos de referencia, del andamiaje básico que permita manejar e interpretar críticamente esa información».

Sin embargo, recientemente han sido dictados polémicos fallos que salpican los paredones de la construcción jurídica reseñada.

Tal lo resuelto por la Cámara Civil de Neuquén que hizo lugar a un pedido de padres para que sus hijos estudiaran en su propio hogar. El resolutorio firmado por los Dres. Osti de Esquivel y Ghisini consigna que «es facultad de los padres la elección del tipo de enseñanza que deben recibir sus hijos y quien debe brindar los medios para que ello se haga efectivo».

El caso -del que dio cuenta este matutino en su edición del 19/10/08- se fundamenta en la aplicación del decreto reglamentario de la ley 242 creadora del CPE que determina la posibilidad de los padres de elegir el lugar donde estudien sus hijos sea en escuela pública, privada o en el propio hogar.

En nada incidió que esta última alternativa haya sido generalmente utilizada para situaciones excepcionales -casos de salud o por problemas legales-. Sorprende también la trascendencia asignada a un decreto reglamentario de una ley provincial, cuando otras normas de rango jerárquico superior -como las consignadas precedentemente- se manifiestan abiertamente en contrario.

Otra causa no menos llamativa ha sido la resuelta por la Cámara Segunda de Apelación en lo Civil y Comercial de La Plata -Sala I- el 16/5/07. Por la misma se dilucida un caso por el cual un instituto privado -lo que supone mayor discrecionalidad- deniega la reinscripción de un estudiante.

La resolución sostiene: «La decisión de no inscribir o reinscribir a un alumno se nos presenta como un derecho del establecimiento, para lo cual no existe el deber de mantener la presencia del estudiante durante todos los cursos de su carrera. Es obvio que la selección del alumnado, tanto como la del claustro docente y administrativo, se relaciona con la orientación doctrinaria y pedagógica que un establecimiento privado adopta. Y en ese ámbito es imposible tolerar la intrusión de toda autoridad o persona ajena a la asociación o entidad que regentea el establecimiento». Y que «no basta entonces que sea un derecho reconocido por la Constitución, pues es necesario que, como todo derecho, exista concretamente a favor de un titular y contra alguien. En consecuencia, nadie puede en principio invocar ese derecho para exigirle a otro que le preste el servicio de educarlo (artículo 19 de la Constitución nacional). Para decirlo en modo figurativo: es posible forzar a alguien para que admita a un huésped en su casa, pero no se puede forzar la creación de vínculos de amistad».

Para realizar tal valoración, los jueces de la mayoría afirman que la educación no es mera instrucción sino que se debe generar una relación fructífera y humana, la que además no debe generar disfuncionalidad en el resto de los alumnos.

El juez disidente, por el contrario, entendió que «el derecho de admisión reconocido a los institutos de enseñanza privada no puede ser ejercido por éstos en forma caprichosa o arbitraria, pues lo razonable ha de ser que no resulte discriminatorio o productor de perjuicios ilegítimos» y que «así como es indiscutible que el derecho constitucional de aprender no puede ejercerse en forma abusiva e indiscriminada, sin reconocer cortapisa alguna, también y de su lado, el derecho de enseñar -de idéntico rango- debe considerarse limitado por las normas que reglamentan el ejercicio de la actividad educativa, pues tal es el modo de componer sendas prerrogativas consagradas en la ley fundamental».

Recurrentemente se acude al remanido principio del «interés superior del niño». Para llegar a tal puerto, la Constitución nacional, las convenciones internacionales y las leyes que en su consecuencia se dictan serán siempre el faro de referencia. Tal como alguna vez se nos enseñó en la misma escuela.

 

MARCELO ANTONIO ANGRIMAN (*)

Especial para «Río Negro»

(*) Abogado y profesor nacional de Educación Física

MARCELO ANTONIO ANGRIMAN


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