El monje

Columna semanal

Redacción

Por Redacción

EL DISPARADOR

Canta el gallo. Una vez. A la segunda, el monje ya tiene los ojos abiertos. La primera luz del día entra por los ventanales. El aire de montaña se filtra en la habitación que él mismo construyó, con ladrillos, maderas y chapas. Antes de levantarse, pasa un rato en la cama. Ya sabe que le espera la rutina. Siempre parecida, nunca igual.

Abre la puerta. Pisa el suelo irregular. Se refriega los ojos. Observa a su alrededor. En esas cincuenta hectáreas, en el valle de Traslasierra de Córdoba, no hay otra persona. Da unos cuantos pasos, recorre un angosto camino entre pastizales y llega al corral. Mira a las ovejas y las saluda con una media sonrisa. “Más tarde les abro así pasean”, les dice. No es un capricho: si salen ahora, es mayor el riesgo de que se vayan lejos y no vuelvan. En cambio, si salen por la tarde solo dan una vuelta por las cercanías y regresan al corral antes del atardecer.

El monje, que no pertenece a ninguna orden, sigue su propio camino. Avanza. Encadena saludos y tareas. Suelta a las vacas y a las llamas. Hace lo mismo con el travieso burro. También desata a los caballos.

Además de ser grandes compañeros, todos ellos colaboran: mastican pastizales y el terreno va quedando desmalezado. No es sólo un asunto de estética y comodidad: menos pastizales, menos riesgo de incendio cuando lleguen las altas temperaturas del seco verano, que suele ser cuando recibe más visitas. Ahora hace semanas que no va nadie hasta este rincón al que se accede por una huella y que está a unos 20 kilómetros del pueblo más cercano.

Por último, es el turno de liberar a las gallinas, los pollitos y el pavo. Durante el día darán vueltas alrededor de la cocina, a la espera de alguna sobra de comida.

Durante el recorrido, el monje va acompañado por los perros, que son casi una sombra suya. Al llegar a la cocina inspira profundo el aire serrano. Como cada mañana, se sorprende ante el cordón montañoso que tiene frente a sus ojos: “Mil días, mil caras”, comenta, y aunque murmura, se siente escuchado.

Sin prisa pero sin detenerse, continúa su rutina. Sin electricidad, las tareas estarán vinculadas a la luz del sol y al clima. Y a lo que inspire ese día, que será singular como todos los anteriores.

Agarra un manojo de paja seca del suelo y lo pone dentro de la cocina económica. Encima ubica ramas y leños. En pocos minutos tendrá una llama constante para calentar agua y hacer tostadas.

Mientras desayuna, el monje decide que hasta el mediodía se dedicará a mejorar el corral para los chanchos. Después de almorzar pintará íconos, algunos para vender, otros para regalar. Quedará para otro día ampliar la huerta, multiplicar plantas, instalar un molino, construir una ermita…

Ya sabe que en el campo el trabajo nunca se termina. Lo importante, cree, es el sentido interior que persigue. La intención que vuelca en las cosas. Va detrás de lo que considera o intuye verdadero. Con el hacer diario y no tanto con el decir, el monje influye en las vidas de quienes está destinado a influir. Y cuando anochezca, ofrecerá en una oración lo vivido. Esa oración, en realidad, es un canto interior permanente, que lo ayuda a guiarse en su búsqueda. En su misión.

Juan Ignacio Pereyra (pereyrajuanignacio@gmail.com)


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