El negocio feudal

Las nada transparentes elecciones tucumanas, el asesinato de un joven radical en Jujuy y la reacción furibunda de un funcionario formoseño ante algunas declaraciones del futbolista Carlos Tevez han puesto en la mira de muchos la escandalosa situación imperante en las provincias habitualmente calificadas de “feudales”. Lo entiende muy bien el candidato presidencial Sergio Massa que, al iniciar una breve gira por territorios dominados por caudillos, criticó con vehemencia a quienes “usan a los pobres para ser cada vez más ricos” al asegurar: “Me dan asco los que en nombre del peronismo usan a los pobres y son cada vez más millonarios”. La indignación oportuna que siente puede entenderse, pero no se trata de un fenómeno novedoso. El mandamás formoseño Gildo Insfrán domina su provincia desde hace veinte años y espera ser reelegido. Aunque en otros distritos “feudales” los gobernadores o, en el caso de ciertas baronías del conurbano bonaerense, los intendentes han estado menos tiempo en el poder, operan de modo muy similar al de Insfrán, empleando los fondos que les llegan para construir extensos aparatos clientelistas que les sirven para comprar los votos que necesitan para mantenerse en sus cargos. Huelga decir que se trata de una tradición política arraigada en el país. Si bien desde mediados del siglo pasado la mayoría de los caciques feudales es peronista, antes les tocaba a los radicales y conservadores adoptar esquemas parecidos. Mientras que en sociedades como las de América del Norte y Europa Occidental, que andando el tiempo lograron alcanzar un grado aceptable de desarrollo equitativo, los políticos se dedicaban a atenuar los problemas planteados por la pobreza extrema, aquí demasiados, sobre todo en las provincias que se suponen estructuralmente atrasadas, se limitaron a aprovecharlos. El feudalismo denunciado no sólo por Massa sino también por otros representantes del arco opositor se basa en el uso politizado, además del desvío hacia los bolsillos de los coyunturalmente poderosos, del dinero recaudado de una manera u otra por el Estado. He aquí un motivo por el que los caudillos feudales suelen ser oficialistas como, por un rato, eran los “radicales K”. No les importa en absoluto la ideología o “relato” del presidente de turno, sino las ventajas que les supondría apoyarlo y los costos que tendrían que soportar si se les ocurriera rebelarse. Así las cosas, de convencerse personajes como Insfrán de que el próximo presidente sería Macri o Massa, no vacilarían un minuto en rendirle pleitesía. Ya lo sabe el exintendente de Tigre: mientras a ojos de los encuestadores encabezaba la carrera presidencial, diversos barones del conurbano se afiliaron a su incipiente movimiento sólo para alejarse cuando, según los sondeos, se habían desvanecido sus posibilidades de triunfar en las elecciones de octubre. Romper el nexo que vincula la voluntad popular con el dinero no será del todo fácil. Lo mismo que los gobernadores e intendentes “feudales”, quienes viven en la pobreza privilegian la relación del jefe local con “la Nación”, o sea, la fuente del dinero que tanto necesitan. Puesto que quieren que el caudillo de su distrito sea capaz de continuar aportándoles los magros beneficios provenientes del opaco mundillo de la política, propenderán a votar por los que a su entender cuentan con la aprobación del líder máximo. Es por esa razón que los oficialistas actuales se esfuerzan por brindar la impresión de ya tener el triunfo asegurado sin preocuparse por las protestas de opositores que se afirman víctimas de maniobras fraudulentas. De proliferar señales de que el candidato kirchnerista Daniel Scioli podría ser derrotado en una eventual segunda vuelta, el oficialismo correría el riesgo de perder muchos votos en las zonas más carenciadas del país. Mal que a muchos les pese, el clientelismo funciona muy bien cuando los fondos están asegurados, pero pierde eficacia cuando la gente comienza a preguntarse si quienes manejan el aparato local seguirán recibiendo el dinero que precisan. Fue en buena medida por las dudas en tal sentido que el expresidente Carlos Menem, en su momento dueño de una gran cantidad de votos, vio jibarizarse tanto su popularidad que optó por no arriesgarse enfrentando al entonces virtualmente desconocido santacruceño Néstor Kirchner en la segunda vuelta de las elecciones del 2003.

Fundado el 1º de mayo de 1912 por Fernando Emilio Rajneri Registro de la Propiedad Intelectual Nº 5.196.592 Editor responsable: Guillermo Berto Es una publicación propiedad de Editorial Río Negro SA Jueves 3 de septiembre de 2015


Las nada transparentes elecciones tucumanas, el asesinato de un joven radical en Jujuy y la reacción furibunda de un funcionario formoseño ante algunas declaraciones del futbolista Carlos Tevez han puesto en la mira de muchos la escandalosa situación imperante en las provincias habitualmente calificadas de “feudales”. Lo entiende muy bien el candidato presidencial Sergio Massa que, al iniciar una breve gira por territorios dominados por caudillos, criticó con vehemencia a quienes “usan a los pobres para ser cada vez más ricos” al asegurar: “Me dan asco los que en nombre del peronismo usan a los pobres y son cada vez más millonarios”. La indignación oportuna que siente puede entenderse, pero no se trata de un fenómeno novedoso. El mandamás formoseño Gildo Insfrán domina su provincia desde hace veinte años y espera ser reelegido. Aunque en otros distritos “feudales” los gobernadores o, en el caso de ciertas baronías del conurbano bonaerense, los intendentes han estado menos tiempo en el poder, operan de modo muy similar al de Insfrán, empleando los fondos que les llegan para construir extensos aparatos clientelistas que les sirven para comprar los votos que necesitan para mantenerse en sus cargos. Huelga decir que se trata de una tradición política arraigada en el país. Si bien desde mediados del siglo pasado la mayoría de los caciques feudales es peronista, antes les tocaba a los radicales y conservadores adoptar esquemas parecidos. Mientras que en sociedades como las de América del Norte y Europa Occidental, que andando el tiempo lograron alcanzar un grado aceptable de desarrollo equitativo, los políticos se dedicaban a atenuar los problemas planteados por la pobreza extrema, aquí demasiados, sobre todo en las provincias que se suponen estructuralmente atrasadas, se limitaron a aprovecharlos. El feudalismo denunciado no sólo por Massa sino también por otros representantes del arco opositor se basa en el uso politizado, además del desvío hacia los bolsillos de los coyunturalmente poderosos, del dinero recaudado de una manera u otra por el Estado. He aquí un motivo por el que los caudillos feudales suelen ser oficialistas como, por un rato, eran los “radicales K”. No les importa en absoluto la ideología o “relato” del presidente de turno, sino las ventajas que les supondría apoyarlo y los costos que tendrían que soportar si se les ocurriera rebelarse. Así las cosas, de convencerse personajes como Insfrán de que el próximo presidente sería Macri o Massa, no vacilarían un minuto en rendirle pleitesía. Ya lo sabe el exintendente de Tigre: mientras a ojos de los encuestadores encabezaba la carrera presidencial, diversos barones del conurbano se afiliaron a su incipiente movimiento sólo para alejarse cuando, según los sondeos, se habían desvanecido sus posibilidades de triunfar en las elecciones de octubre. Romper el nexo que vincula la voluntad popular con el dinero no será del todo fácil. Lo mismo que los gobernadores e intendentes “feudales”, quienes viven en la pobreza privilegian la relación del jefe local con “la Nación”, o sea, la fuente del dinero que tanto necesitan. Puesto que quieren que el caudillo de su distrito sea capaz de continuar aportándoles los magros beneficios provenientes del opaco mundillo de la política, propenderán a votar por los que a su entender cuentan con la aprobación del líder máximo. Es por esa razón que los oficialistas actuales se esfuerzan por brindar la impresión de ya tener el triunfo asegurado sin preocuparse por las protestas de opositores que se afirman víctimas de maniobras fraudulentas. De proliferar señales de que el candidato kirchnerista Daniel Scioli podría ser derrotado en una eventual segunda vuelta, el oficialismo correría el riesgo de perder muchos votos en las zonas más carenciadas del país. Mal que a muchos les pese, el clientelismo funciona muy bien cuando los fondos están asegurados, pero pierde eficacia cuando la gente comienza a preguntarse si quienes manejan el aparato local seguirán recibiendo el dinero que precisan. Fue en buena medida por las dudas en tal sentido que el expresidente Carlos Menem, en su momento dueño de una gran cantidad de votos, vio jibarizarse tanto su popularidad que optó por no arriesgarse enfrentando al entonces virtualmente desconocido santacruceño Néstor Kirchner en la segunda vuelta de las elecciones del 2003.

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