El país archivado

Lo mismo que tantos otros gobiernos anteriores, el encabezado por Eduardo Duhalde quería que el FMI le diera su sello de aprobación y algunos préstamos sin exigirle nada a cambio, salvo las ya rutinarias promesas verbales. Por su parte, los líderes de los países más ricos querían que la Argentina dejara de constituir un problema para el sistema financiero mundial, razón por la que presionaron al FMI para que firmara un acuerdo destinado a reducir al mínimo los riesgos de «contagio». Puesto que Duhalde no tenía ninguna intención de emprender un programa de reformas drásticas encaminado a posibilitar la eventual recuperación de la Argentina, el FMI tuvo que aceptar con desgano llamativo un acuerdo limitado para que todo quedara más o menos igual hasta que, por fin, el país cuente con un gobierno que sea capaz de hacer algo más que aferrarse a la situación imperante.

Dicho de otro modo, para regocijo de Duhalde y alivio de los gobiernos del G-7, el caso argentino ha sido archivado por tiempo indefinido.

La estabilidad precaria de los meses últimos se basó en la negativa del gobierno a pagar sus deudas, pero aunque parecería que muchos políticos han olvidado su existencia, no es nada probable que lo hagan los acreedores también. Es factible que algunos acepten una quita significante por entender que de otro modo nunca recibirían nada, pero no lo es que muchos se permitan impresionar por la retórica de aquellos políticos que según parece consideran «ilegítimas» todas las deudas salvo las debidas a ellos mismos.

Asimismo, será forzoso reconocer que cuanto más favorables en el corto plazo sean los resultados de las negociaciones, más dificultades podrían provocar en el largo, al consolidarse la convicción de que prestar dinero a la Argentina equivale a perderlo, de suerte que los únicos dispuestos a hacerlo sean los especuladores. En efecto, el motivo por el que una proporción notable de la deuda es más «especulativa» que «productiva», consiste precisamente en la desconfianza ocasionada por la conducta de la serie prolongada de gobiernos tramposos que la acumularon.

Aunque Duhalde y, es de prever, sus sucesores inmediatos seguirán atribuyendo su resistencia a intentar impulsar cambios estructurales a su voluntad de defender al «pueblo» contra los supuestamente resueltos a de pauperarlo, planteo que a pesar del desprecio generalizado por la clase política tradicional se ve cohonestado por buena parte de la ciudadanía, a esta altura es evidente que lo que están defendiendo los «dirigentes» no es «la gente», sino el orden corporativo y clientelista del cual dependen. Es que todo orden económico y político -incluso uno casi inconcebiblemente siniestro como el imperante en Corea del Norte- beneficia a algunos que, por razones comprensibles, tratarán de conservarlo. A pesar de que el fracaso del «modelo argentino» haya sido indiscutible, todavía disfruta del apoyo decidido de muchos sectores que temen más al cambio que a la continuidad.

Por desgracia, a juzgar por lo sucedido a partir de mediados del año pasado, no se dan muchos motivos para creer que la mayoría comenzará a reclamar reformas profundas mientras no se produzca un nuevo colapso. Sólo por haber frenado el deterioro traumático que fue la consecuencia principal de los meses primeros de la gestión de Duhalde, el ministro de Economía, Roberto Lavagna, se ha granjeado la reputación de ser un funcionario de competencia excepcional. Aunque es innegable que el «veranito» ha resultado ser más agradable de lo que hubiera sido la especie de invierno nuclear que tantos habían vaticinado, el clima de resignación que se ha difundido con la ayuda del mensaje de que los brotes de prosperidad de los años noventa fueron meramente «ficticios» de modo que aspirar a verlos regresar sería irracional, ha venido de perlas a los caciques del peronismo bonaerense y a sus aliados que, huelga decirlo, no sienten entusiasmo alguno por un «cambio de modelo» auténtico. Por el contrario, les convendría que la gente se convenciera de que lo único sensato sería conformarse con lo poco que aún tiene, porque si se pusiera a pedir más no podría sino rebelarse contra la tutela de lo que ha sido la clase gobernante menos exitosa del mundo occidental.


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