El papa apuesta al cambio
Para una institución como la Iglesia Católica, que se supone comprometida con normas éticas mucho más severas que las consideradas apropiadas para los demás, es con toda seguridad muy molesto verse acusada de colaborar con delincuentes de diverso tipo, ayudándolos a burlarse de la ley. Así, pues, conscientes de que los escándalos ocasionados por pedófilos clericales los privaban de la autoridad moral necesaria para que prosperaran sus intentos de incidir en la conducta sexual de los católicos, el papa Francisco está actuando con más vigor que su antecesor, el papa emérito Benedicto XVI, en un esfuerzo por combatir el mal. También se ha visto constreñido a tratar de reformar las entidades financieras vinculadas con la Santa Sede. En un decreto que acaba de difundirse, Francisco dice querer “adoptar los principios y ejecutar los instrumentos jurídicos desarrollados por la comunidad internacional, adecuar aún más el orden institucional para la prevención y la lucha contra el blanqueo, la financiación del terrorismo y la proliferación de armas de destrucción masiva”. Dicho de otro modo, el papa reconoce que el Instituto para las Obras de Religión (IOR), o sea, el Banco del Vaticano, ha sido una auténtica timba manejada por personajes culpables de cometer los mismos pecados que la Iglesia se ha habituado a condenar, además, claro está, de violar una cantidad llamativa de leyes comunes. Francisco ha dado a entender que está convencido de que, a menos que la Iglesia Católica se ponga a la altura de sus propias pretensiones, no tardará en degenerar en una Organización No Gubernamental (ONG), de influencia cada vez más limitada, de ahí el programa ambicioso de reformas que está procurando llevar a cabo, pero no le será del todo fácil alcanzar sus objetivos. Luego de haber tolerado durante siglos la presencia en el clero de curas, obispos y hasta arzobispos pederastas porque, a juicio de los papas que precedieron a Benedicto XVI, sería mejor encubrir los delitos perpetrados de lo que sería sancionarlos debidamente, han tenido que resignarse a que, en el mundo actual, tal estrategia resulta no sólo perversa sino también contraproducente. Asimismo, las presiones internacionales a favor de más regulación de las actividades financieras han obligado al Vaticano a modernizar, por decirlo así, entidades, como el IOR, que se habían acostumbrado a operar según pautas llamativamente distintas de las aceptables. Las financieras eclesiásticas no son las únicas que han tenido que adaptarse a los cambios recientes; también se han visto forzados a hacerlo aquellos bancos suizos que ayudaban a dictadores y otros delincuentes a aferrarse a miles de millones de dólares procedentes del saqueo y del crimen organizado. Las reformas que está impulsando Francisco, además de su deseo de que la Iglesia Católica dé la espalda a las riquezas terrenales para privilegiar la pobreza, reflejan un cambio muy profundo. Mientras que en el pasado las autoridades eclesiásticas siempre subrayaban la importancia de la fe y por lo tanto minimizaban la de la conducta, parecería que el papa argentino ha optado por modificar la escala de valores así supuesta para concentrarse en reducir la brecha notoria que existe entre lo predicado por el clero y lo que efectivamente tolera, negándose a perdonar a quienes violan las normas reivindicadas porque a su juicio son personas piadosas que, sus errores humanos no obstante, se sienten consustanciadas con lo que para ellos es la única fe verdadera. Por querer recuperar la autoridad moral perdida y de tal modo fortalecer su influencia, y por razones que podrían explicar los teólogos católicos, tanto Benedicto XVI como Francisco llegaron a la conclusión de que la Iglesia que les había tocado liderar tendría que evolucionar, adaptándose a circunstancias que cambiaban con rapidez, ya que si se resistiera a hacerlo compartiría el destino de otras organizaciones antes hegemónicas, como el Partido Comunista en la Unión Soviética, que resultaron incapaces de superar los desafíos planteados por los tiempos que corren. En principio, están en lo cierto, pero así y todo se trata de una apuesta arriesgada por ser cuestión de una institución que supuestamente representa verdades eternas que deberían conservar su validez aun cuando se haya transformado radicalmente todo lo demás.
Para una institución como la Iglesia Católica, que se supone comprometida con normas éticas mucho más severas que las consideradas apropiadas para los demás, es con toda seguridad muy molesto verse acusada de colaborar con delincuentes de diverso tipo, ayudándolos a burlarse de la ley. Así, pues, conscientes de que los escándalos ocasionados por pedófilos clericales los privaban de la autoridad moral necesaria para que prosperaran sus intentos de incidir en la conducta sexual de los católicos, el papa Francisco está actuando con más vigor que su antecesor, el papa emérito Benedicto XVI, en un esfuerzo por combatir el mal. También se ha visto constreñido a tratar de reformar las entidades financieras vinculadas con la Santa Sede. En un decreto que acaba de difundirse, Francisco dice querer “adoptar los principios y ejecutar los instrumentos jurídicos desarrollados por la comunidad internacional, adecuar aún más el orden institucional para la prevención y la lucha contra el blanqueo, la financiación del terrorismo y la proliferación de armas de destrucción masiva”. Dicho de otro modo, el papa reconoce que el Instituto para las Obras de Religión (IOR), o sea, el Banco del Vaticano, ha sido una auténtica timba manejada por personajes culpables de cometer los mismos pecados que la Iglesia se ha habituado a condenar, además, claro está, de violar una cantidad llamativa de leyes comunes. Francisco ha dado a entender que está convencido de que, a menos que la Iglesia Católica se ponga a la altura de sus propias pretensiones, no tardará en degenerar en una Organización No Gubernamental (ONG), de influencia cada vez más limitada, de ahí el programa ambicioso de reformas que está procurando llevar a cabo, pero no le será del todo fácil alcanzar sus objetivos. Luego de haber tolerado durante siglos la presencia en el clero de curas, obispos y hasta arzobispos pederastas porque, a juicio de los papas que precedieron a Benedicto XVI, sería mejor encubrir los delitos perpetrados de lo que sería sancionarlos debidamente, han tenido que resignarse a que, en el mundo actual, tal estrategia resulta no sólo perversa sino también contraproducente. Asimismo, las presiones internacionales a favor de más regulación de las actividades financieras han obligado al Vaticano a modernizar, por decirlo así, entidades, como el IOR, que se habían acostumbrado a operar según pautas llamativamente distintas de las aceptables. Las financieras eclesiásticas no son las únicas que han tenido que adaptarse a los cambios recientes; también se han visto forzados a hacerlo aquellos bancos suizos que ayudaban a dictadores y otros delincuentes a aferrarse a miles de millones de dólares procedentes del saqueo y del crimen organizado. Las reformas que está impulsando Francisco, además de su deseo de que la Iglesia Católica dé la espalda a las riquezas terrenales para privilegiar la pobreza, reflejan un cambio muy profundo. Mientras que en el pasado las autoridades eclesiásticas siempre subrayaban la importancia de la fe y por lo tanto minimizaban la de la conducta, parecería que el papa argentino ha optado por modificar la escala de valores así supuesta para concentrarse en reducir la brecha notoria que existe entre lo predicado por el clero y lo que efectivamente tolera, negándose a perdonar a quienes violan las normas reivindicadas porque a su juicio son personas piadosas que, sus errores humanos no obstante, se sienten consustanciadas con lo que para ellos es la única fe verdadera. Por querer recuperar la autoridad moral perdida y de tal modo fortalecer su influencia, y por razones que podrían explicar los teólogos católicos, tanto Benedicto XVI como Francisco llegaron a la conclusión de que la Iglesia que les había tocado liderar tendría que evolucionar, adaptándose a circunstancias que cambiaban con rapidez, ya que si se resistiera a hacerlo compartiría el destino de otras organizaciones antes hegemónicas, como el Partido Comunista en la Unión Soviética, que resultaron incapaces de superar los desafíos planteados por los tiempos que corren. En principio, están en lo cierto, pero así y todo se trata de una apuesta arriesgada por ser cuestión de una institución que supuestamente representa verdades eternas que deberían conservar su validez aun cuando se haya transformado radicalmente todo lo demás.
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