El triunfo de Bush

En política, como en el deporte, suele dar lo mismo ganar por un margen mínimo que triunfar de manera aplastante, de suerte que si bien pocos escaños legislativos cambiaron de manos a raíz de las elecciones que se celebraron el martes en Estados Unidos, nadie duda de que el gran triunfador de la jornada fue el presidente George W. Bush. Tanto en el Senado como en la Cámara de Representantes, el Partido Republicano contará con una mayoría quizás exigua, pero así y todo suficiente como para permitirle dominar las sesiones y aprobar la legislación que considere conveniente, ahorrándole de este modo a la Casa Blanca la necesidad de negociar continuamente con la oposición demócrata. Además, ya se ha aceptado que el avance insólito del partido del presidente -el que, conforme a la tradición norteamericana, debería haber retrocedido un poco en las elecciones de mitad de mandato, sobre todo por encontrarse la economía en problemas luego de años de crecimiento espectacular- fue obra del propio Bush que se arriesgó participando plenamente de la campaña, «nacionalizándola» al aludir repetidamente a la «guerra contra el terror» y a su voluntad de poner fin al reinado del dictador iraquí Saddam Hussein. Claro, lo ayudó mucho el estado del Partido Demócrata, que no ha podido recuperarse del golpe que le fue propinado hace dos años cuando el entonces vicepresidente Al Gore perdió frente a Bush gracias en buena medida a la actitud asumida por la Corte Suprema: sin ideas económicas convincentes, divididos frente al problema planteado por Irak y, desde la partida de Bill Clinton, desprovistos de figuras «carismáticas», los demócratas no pudieron aprovechar las muchas flaquezas de la gestión de un presidente que ha sabido conservar la popularidad que se granjeó en las semanas que siguieron al ataque terrorista contra Nueva York y Washington.

Con todo, si bien en el contexto norteamericano es fácil entender el porqué de la consolidación del poder de la administración de Bush, el resultado electoral que acaba de confirmarla no podrá sino ensanchar todavía más la brecha que ya separa a la superpotencia de Europa y de América Latina. En estas regiones, el «centro» político parece estar ubicado bien a la izquierda de su equivalente estadounidense, de modo que a juicio de la mayoría de los políticos y de los medios de comunicación más importantes de Europa y América Latina, Bush es un «ultraconservador» con el que es casi imposible dialogar. Puede que en muchos casos esta presunta diferencia sea en buena medida subjetiva -si nos atenemos a sus estructuras respectivas, suponer que la sociedad norteamericana es mucho más «derechista» que la brasileña o argentina sería un tanto absurdo-, pero la convicción de que Estados Unidos está dominado por una camarilla de imperialistas rabiosos ya ha provocado roces entre el gobierno de Bush por un lado y el del francés Jacques Chirac y del alemán Gerhard Schröder por el otro. No extrañaría en absoluto que pronto se produjeran enfrentamientos similares de Bush con el próximo presidente brasileño, Luiz Inácio «Lula» da Silva. Aunque la cultura política norteamericana siempre ha sido distinta de la europea y latinoamericana, todo hace prever que la distancia entre ellas seguirá ampliándose.

En opinión del presidente Eduardo Duhalde, el triunfo de los republicanos de Bush «puede ser bueno» para América Latina, porque en adelante Washington «tendrá más tiempo de ocuparse de las cosas externas», incluyendo, claro está, los muchos problemas planteados por la implosión argentina. Pero si bien podría resultarnos beneficioso un mayor interés por parte del único país que está en condiciones de colaborar de forma decisiva en la tarea de reconstrucción que nos espera, no sería probable que de «ocuparse» del embrollo argentino Bush impulsara cambios que serían del agrado de Duhalde. Por el contrario, con toda seguridad insistiría en la necesidad de tomar medidas más contundentes que las consideradas viables por un mandatario que, por motivos políticos, preferiría hacer lo mínimo posible con la esperanza casi «neoliberal» de que los mercados se las arreglen para solucionar los problemas más graves antes de que se vea obligado a comprometerse con cualquier decisión que podría considerarse antipática.


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