Elites demasiado refinadas

Por James Neilson

Es habitual que los eruditos europeos o norteamericanos que nos visitan manifiesten su asombro por el vigor y la variedad de la vida intelectual argentina. Trátese de marxistas contestatarios o de conservadores que sienten nostalgia por jerarquías irremediablemente derrumbadas, les resulta fácil encontrar interlocutores que comparten sus inquietudes. También se sienten agradablemente sorprendidos los amantes de todas las artes cuando descubren que en Buenos Aires la oferta se asemeja a la de cualquier metrópoli del «Primer Mundo». Asimismo, los diarios locales se ocupan tanto por los temas que agitan a las élites europeas y norteamericanas como por las vicisitudes costumbristas de la política nacional y provincial.

Para muchos, esta situación es motivo de orgullo, evidencia de que a pesar de la miseria económica la Argentina sigue figurando entre las naciones más progresistas del planeta. Puede que en muchos ámbitos haya quedado atrasada, pero en el supuesto por la vida intelectual es tan moderna, por decirlo así, como Francia, Italia o Estados Unidos. Tendrán razón los que piensan de este modo, pero acaso deberíamos preguntarnos si en verdad es bueno que aquí sean tantos los que, de trasladarse mañana a un barrio de Nueva York o París, continuarían hablando de las mismas cosas con las mismas palabras que emplearían en su ciudad en la Argentina. ¿No sería mejor que aquí los debates en torno de los asuntos económicos, sociales y políticos se asemejaran mucho más a los que se celebraran en los países más prósperos hace treinta, cincuenta o incluso cien años?

Por desgracia, la Argentina no está en condiciones de permitirse lujos que en otras latitudes suelen tomarse por derechos. Legislación laboral que acaso sería apropiada para Francia o Italia resultaría absurda aquí porque el estado de la economía es muy diferente. Sin embargo, de anotarse el sindicalismo europeo una nueva «conquista», su equivalente local no tarda en pedir una copia. De reivindicarse en Estados Unidos un nuevo derecho, aquí se intensifica la presión a favor de su aplicación. Las polémicas en torno de la economía reflejan lo que están discutiendo en otras partes donde el ingreso per cápita es tres o cuatro veces mayor. Las políticas educativas siguen la evolución de la moda euronorteamericana, de ahí experimentos desastrosos con la permisividad inspirados en la noción de que aprender sea menos importante que tener la oportunidad para expresarse o para sentirse mejor, y la proliferación en las universidades de materias que se han puesto en boga por razones que tienen más que ver con las presiones de lobbies politizados primermundistas que con las necesidades o posibilidades locales. La decisión, universalmente aplaudida, de eliminar el servicio militar obligatorio debió tanto a la profesionalización de los ejércitos de los países «avanzados» como a la brutalidad en ciertos cuarteles argentinos, pero desafortunadamente coincidió con el aumento explosivo de la desocupación y la consiguiente marginación de millones de jóvenes. Puede que en Estados Unidos o el Reino Unido no serviría para nada forzar a adolescentes que no estudien a pasar dos o tres años en una unidad militar o en un cuerpo civil en el que además de desempeñar tareas útiles formarían parte de un conjunto organizado, pero, ¿en la Argentina?

La idea del progreso es muy seductora. Lo es tanto que a muchos les pareció indiscutible que los avances registrados por la ciencia y la tecnología se han visto acompañados por otros de significado igual en las artes, la política, la economía y hasta la religión. Es una ilusión que el siglo pasado tendría una multitud de consecuencias, muchas de ellas nefastas. Aunque las artes cambian continuamente, no puede decirse que avanzan: un poema escrito dos mil años atrás será tan «moderno» como uno confeccionado hace un par de minutos con la ayuda de una computadora. Un cuadro de un pintor de la época Tang o Sung no será menos actual que una obra nueva que acaba de exhibirse por primera vez en Milán. Del mismo modo, si bien no cabe duda de que algunas modalidades políticas son más benignas y más democráticas que otras, es un error suponer que las ideas contemporáneas son automáticamente más «avanzadas» que las del pasado y que nuestros antecesores, sin excluir a los más recientes, fueron sujetos semisalvajes por haber hecho lo que hicieron. Mal que bien, todo depende de las circunstancias y no es inconcebible en absoluto que en el próximo futuro nuestros sucesores crean profundamente irresponsables la permisividad y el pacifismo de las sociedades de inicios del siglo XXI que fueron posibilitados, en el Occidente por lo menos, por muchos años de paz.

Tanto el estilo de vida de los países más ricos como las teorías políticas y económicas que les son propias se deben en buena medida a su prosperidad, la que a su vez es fruto de los esfuerzos de generaciones que tuvieron que soportar condiciones que hoy en día escandalizan a los bien pensantes. Es más: muchos quisieran exportar la legislación de los países ricos a los pobres por suponer que es injusto que un trabajador tailandés o argentino no cuente con los beneficios que disfruta un noruego que cumple una función muy similar. En base a este principio, protestan con furia contra las multinacionales que abren fábricas en lugares en los que los obreros perciben salarios bajos sin que se les ocurra que para los pobres la alternativa sería mucho peor. De más está decir que la mentalidad de tales «globalifóbicos» está compartida por las élites políticas e intelectuales de muchos países latinoamericanos.

En Asia, éste no suele ser el caso. Culturalmente separadas de las modas intelectuales euronorteamericanas, muchas élites de Asia oriental se han interesado menos por asegurar que su legislación y las teorías que la alimentan sean debidamente «modernas» que en adaptarse a su propia realidad, de ahí el aprecio del aporte de los agricultores y la resistencia resultante a promover la urbanización prematura más la voluntad férrea de concentrarse en la educación rigurosa y escasamente sensiblera de los jóvenes. Dicha estrategia, la que se basa en el presupuesto de que tanto más pobre sea una comunidad más tendrá que esforzarse, está en la raíz del enriquecimiento sumamente rápido de pueblos enteros manejados por dirigentes que no querían saber nada de las modas más avanzadas occidentales. En cambio, en América Latina, región en la que las élites no pueden sino sentirse afines a las del «Primer Mundo», ha resultado imposible actuar de forma tan tristemente «reaccionaria» como en Corea del Sur, Taiwán, Singapur y, a partir de 1979, en la China continental.

En términos económicos, la Argentina se encuentra en una etapa comparable con la del Este de Asia varias décadas antes, pero el clima de opinión se parece al imperante hoy en día en Europa occidental, donde a juicio de las élites los distintos pueblos, abrumados por una vida de labor ardua, tienen derecho a gozar de un descanso merecido. Se engañan: por motivos demográficos y por la competencia oriental, los europeos pronto se verán constreñidos a asumir actitudes que muchos considerarían más apropiadas para el siglo XIX que para el XXI, pero tan poderoso es el mito del progreso que por ahora los más se niegan a entenderlo. Con todo, si los europeos no tardan demasiado en reconocer que el mundo es mucho más exigente de lo que habían supuesto, la Argentina será beneficiada. Lo mismo que otros países latinoamericanos, ha sido perjudicada por lo que hipotéticamente debería haber sido una gran ventaja, la de pertenecer a la misma civilización que las naciones más poderosas y más opulentas del planeta, pero es factible que los cambios por venir en partes de Europa signifiquen que, por una vez, el desfase así supuesto obre en su favor.


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