Elogio del voto

Por ALICIA MILLER

amiller@rionegro.com.ar

La relación de los argentinos con las instituciones del Estado es puro conflicto. Esto sucede desde hace años, y no sin razones.

Primero fue el patriotismo el que cayó devaluado tras ser pisoteado por nacionalistas necios, filonazis, militaristas. La exaltación de lo nacional encubrió, la mayoría de las veces, la xenofobia, la discriminación cultural o racial y el sectarismo ideológico. Con la convicción y la fiereza que hicieron famosa a la Inquisición, los nacionalistas se consideraron dueños de la verdad y de la espada: todo aquello que se distinguiera del «ser nacional» merecía ser destruido. Claro que eso no incluía ninguna argumentación racional sobre la libertad de pensar diferente ni tampoco consideraba la posibilidad de admitir defectos telúricos o virtudes foráneas. En realidad, y valga la paradoja, nuestros nacionalistas no hicieron más que importar las ideas del «anti-racionalismo» que promovió Mussolini como método para manejar multitudes. El pensamiento del «Duce» y, con algunas variantes, de Hitler promovía que la acción debe estar por sobre la reflexión, el cuerpo por encima de la mente y la obediencia antes que la inteligencia. Y en Europa, acá, o donde se aplique, un esquema semejante desencadena intolerancia, violencia, degradación de la red social y de la dimensión humana.

Más recientemente, fue la democracia la que, después de haber sido esperada durante largos años de gobiernos de facto, entró en un declive y perdió prestigio y credibilidad.

En gran medida, fue el deterioro de las condiciones generales de la economía del país lo que contribuyó a que la mayoría de la población perdiera confianza en la capacidad del Estado para -a un mismo tiempo- garantizar a las empresas estabilidad para producir, planificar y crecer y, a la población, infraestructura, servicios públicos eficientes y previsibles y una organización para atender las necesidades básicas de los sectores de medios y bajos recursos.

El resto de la tarea de desprestigio de la democracia la compartieron en porciones equitativas los políticos y la opinión pública: unos, dando y premiando los malos ejemplos. La otra, oscilando entre la resignación, la conveniencia y el descompromiso.

La historia es conocida, y llegamos a hoy: Río Negro, 23 de octubre de 2005. Elección de dos diputados nacionales que reemplacen a Julio Accavallo (de la alianza que lidera el radicalismo) y a Carlos Larreguy (del Partido Justicialista).

 

¿Por qué ir a votar?

Tal vez sea uno de esos extraños especímenes de categorías en extinción. O tal vez se deba a que integro una generación que votó por primera vez cuando sus hijos ya iban a la escuela primaria. Es posible. Pero adoro votar.

Por esa razón, y por esa manía periodística de ponerse en el lugar del otro, estos días ocupo gran parte de mi pensamiento en tratar de comprender las motivaciones -o, mejor dicho, la desmotivación- de jóvenes y adultos que hoy no piensan ir a votar porque no creen que sirva para nada hacerlo.

¿Por qué votar, si los políticos sólo piensan en su futuro privado y personal? ¿Por qué, si la elección de diputados o senadores no garantiza un Congreso independiente? ¿Por qué, si las investigaciones de corrupción pocas veces llegan a condenas? ¿Por qué, si la educación y otros servicios públicos son cada vez peores, los impuestos más altos, los salarios más bajos…? Y la retahíla sigue.

A estos argumentos, respondo: hay que ir a votar precisamente por eso. Porque, ¿cómo hacer que las cosas sean diferentes, si no? Descartando la violencia por principios, aun esta democracia imperfecta es una buena razón para ponerse en la cola, ingresar en un aula con las ventanas clausuradas, elegir una boleta pensando en que es la mejor, ponerla en un sobre y soltarlo luego en la ranura de la urna.

Porque, ¿qué más querrían los políticos que dan mala fama a la democracia que unas elecciones en las que votara poca gente reflexiva y pensante? Cada persona que no va a votar, que vota en blanco o que anula voluntariamente su voto otorga más peso relativo al votante «acarreado» por los aparatos partidarios, al que se guía por quien le dio las chapas o que elige para mantener un cargo. Es así. Son dos caras de la misma moneda.

En los últimos comicios en Río Negro, estaban habilitados para votar 354.000 ciudadanos y, de ellos, 115.050 no lo hicieron, votaron en blanco o anularon su voto. La cifra asusta si se considera que el partido que ganó obtuvo 78.000 sufragios y cualquiera de los otros, bastante menos.

Es razonable suponer que la mayoría de quienes no emitieron un voto positivo no coincidía con el actual esquema de poder. Su decisión de no votar los convirtió en una fuerza, pero una fuerza de ausentes. Un poder desarmado. Una sombra.

En definitiva, uno elige actividades que le gustan: hay quienes sólo hablan de fútbol; otros que enmudecen ante las telenovelas; otros que devoran libros de historia, y así, miles de opciones. Pero la política, sea o no una actividad que nos guste, igual determina nuestras vidas. Está allí, aunque le demos la espalda. Quienes votaron en blanco o no fueron a votar, quienes ensobraron un «Clemente» o un trozo de revista, se vieron afectados por los políticos, aunque no por lo que ellos eligieron sino por lo que votaron los otros: los que sí tomaron alguna de las boletas que estaban en aquella aula, la ensobraron y la depositaron en la urna.

Por ser ésta una elección de diputados nacionales, votemos o no, igual influirá en quién represente a Río Negro cuando se trate la ley de Financiamiento Educativo, un nuevo régimen de coparticipación, las reformas al Código Penal, la modificación de las alícuotas de impuestos y cosas no menos importantes que éstas.

Allí estarán los diputados nacionales de Río Negro, hablando o callando, haciendo u omitiendo, pensando u obedeciendo, designando colaboradores o ñoquis, denunciando o callando la corrupción o el nepotismo que vean a su alrededor.

Un voto no es mucho. Y, lamentablemente, no hay garantías de que nuestra decisión sea la que triunfe. Según los casos, las chances pueden ser menores a las de ganar el Quini 6. Pero implica comprometerse con lo que está alrededor, con la propia vida. Un compromiso que se completa con informarse, preguntar, reclamar, aportar, contribuir. Verbos en los que no tiene lugar la indiferencia.


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