Entre el dogmatismo y la soberbia

Por Redacción

Sucedió el 4 de octubre de 1957.

Un cuerpo esférico del tamaño de una pelota de fútbol había comenzado ese día a girar alrededor de la Tierra cada 96 minutos y a 900 kilómetros de altura.

La entonces Unión Soviética era su propietaria.

La noticia causó una deflagración emocional en la sociedad de los Estados Unidos. Y asombro en su estructura de poder. De golpe, los soviéticos parecían tomar la delantera en el arranque mismo de la carrera espacial. Y una sensación de inseguridad se expandió aceleradamente entre los norteamericanos.

«En un primer momento vemos a los Estados Unidos envanecidos en sus proezas tecnológicas, en su capacidad para llevar a la práctica sus propósitos. Después, sin embargo, pese a todo el cúmulo de argumentaciones a cuál más racional, la circunstancia de que el satélite comunista hubiera eclipsado a los norteamericanos engendra un súbito y agudo sentimiento de frustración nacional», dijo «The New York Times».

«Los estadounidenses estaban aprendiendo el don de la humildad, y también a conocer la humillación. Se habían convertido en el hazmerreír del mundo», sentencia el historiador William Manchester en «Gloria y ensueño».

Entre aquel octubre y este agosto medió mucho en la historia del planeta Tierra.

Un tiempo en que desde lo tecnológico-científico, los Estados Unidos marcharon por delante de la hoy ex URSS en los más variados campos.

Un tiempo en que la URSS se desplomó, víctima de las contradicciones propias del régimen y la ideología dogmática que la sostuvo.

Un sistema cerrado. Acrítico. Aferrado a la verdad única. Bloqueador de toda independencia intelectual que pueda ser identificada como creativa. Un régimen renuente a discutirlo todo. Forjado por un poder que consagró ideas y decisiones bajo la consigna de no ponerlas en tela de juicio. Un poder de aliento contenido cuando detectaba ideas antitéticas en su propia estructura. En fin, un sistema soberbio y temeroso.

Se derrumbó. Pero caló tan hondo en generaciones de rusos, que mucho tiene que ver con la tragedia del «Kursk».

Porque no es sino una conformación psíquica cerrada, acrítica, sin flexibilidad para reaccionar ante lo sorpresivo, sin independencia intelectual para pensar en otra alternativa que no sea la propia, la que abonó en mucho la suerte final de los marinos del «Kursk».

¿Qué otra explicación puede tener la decisión del presidente Putin de rechazar durante una semana la ayuda para llegar hasta el submarino que le ofrecieron Marinas de Occidente?

Cuando la aceptó, era muy tarde.

Quizá, una década atrás, Putin hubiera incluso tratado de mantener silencio sobre el naufragio. ¿O no intentó eso durante tres días el Kremlin ante al desastre de Chernobyl?

Ahora, la soberbia y el dogmatismo traicionaron a este ex agente d e la KGB que lidera Rusia.

En tanto, en Murmansk, el dolor tiene profundidad oceánica.

Carlos Torrengo


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