Esperando la vacuna: el recuerdo de otra pandemia

Luis Rimaro*


El brote de poliomielitis en 1956 se enfrentó con armas rudimentarias, la Sanidad Pública en decadencia, e hizo que las familias recurrieran a desesperadas formas de prevención.


Tolosa era en 1956 un mosaico de baldíos y casas, con bordes de enredadera y alambrados. El día, una secuencia de partidos, figuritas, barriletes y el lejano grito anunciando la comida, pero en vísperas del inicio de las clases se encendió la alarma de la poliomielitis y entonces todo cambió. Por las noches se aguardaban con angustia las noticias del informativo radial porque en el barrio no existían aparatos de TV. Al día siguiente llegaban los titulares del diario, que el boca a boca distribuía entre los vecinos: “Crece el brote de poliomielitis. Se registraron más casos ayer”.

La plaga no era nueva. Grabados milenarios ya mostraban en Egipto escenas de madres con sus hijos, invocando a Isis para espantar el maleficio. El virus de la polio afecta al sistema nervioso, destruye neuronas motoras y causa parálisis de los miembros, también puede afectar los músculos del sistema respiratorio, obligando al uso de “pulmotores” -en ese entonces tremendos tubos de acero- para evitar la muerte, aunque sentencia a la invalidez al contagiado.

Ante la carencia de información adecuada, las familias recurrían a insólitas fórmulas de prevención, envolviendo a los niños como momias, las veredas se baldeaban con lavandina, pendían de los cuellos bolsitas con alcanfor, árboles y paredes se blanqueaban con cal, se hervía el agua en cacerolas… y otros talismanes y salvaguardas que la desesperación aconsejaba. También se rezaba, implorando por la llegada de la vacuna, mientras centenares de contagiados quedaban en silla de ruedas. El brote epidémico terminó cerrando con 6.500 casos, en su inmensa mayoría niños. Alrededor del diez por ciento falleció.

Se enfrentó esa epidemia con armas rudimentarias, con la Salud Pública en total decadencia, pocos meses después de abandonar los Planes de Salud diseñados por el Dr. Carrillo, neurocirujano, neurobiólogo y médico sanitarista, primer ministro de Salud de la Nación, que habían logrado incorporar al sistema a millones de argentinos.

En su lugar asumió el Cnel. Rottge, que desmanteló el equipamiento hospitalario, ordenó destruir, incendiar y desaparecer insumos y medicamentos y hasta sacar de servicio pulmotores por tener identificación política.

Muy distinto es el panorama en el 2020, nada es comparable. Pero Argentina enfrenta otra situación de extrema urgencia sanitaria, una pandemia, con un cambio reciente de gobierno y con la Salud Pública partiendo en notoria desventaja ante la magnitud del desafío.

Los virus del tercer milenio son contundentes por su velocidad de transmisión y la humanidad necesita que la ciencia también queme etapas para encontrar algún antídoto, pero por el temor, la ansiedad y la impotencia de no poder frenar al virus se buscan los culpables, como los homosexuales con el SIDA.

A partir del pangolín que está sospechado de ser el primer eslabón de la cadena, se inicia la pesquisa de la ciencia, que no descarta el aporte de otra especie para redimir los animales, como fueron las vacas en 1800 para la erradicación de la viruela.

Ahora es el turno del covid-19. Un cómodo pasajero que en viaje de turismo salió a batir récords, cruzando en avión los continentes con invisibilidad y prepotencia, logró encerrar a todos en sus casas, le puso barbijos a las caras, clausuró alegrías y trabajos, y llenó las alacenas de alcohol, jabón y lavandina. A diferencia del caso de la polio, ahora llueven noticias, datos y estadísticas al minuto, esperando en cuarentena que llegue la vacuna. Algún albur de la naturaleza quiso que ambos virus tengan preferencia por alguna franja etaria. Hace décadas los niños fueron los preferidos de la polio y sus padres los aislaron y cuidaron; en esta pandemia del siglo XXI, jóvenes y niños asumen el aislamiento para preservar la salud de sus abuelos.

En todo caso los virus no pueden oponerse a ser combatidos. A mediados de 1955, el Dr. Jonas Salk -nacido en el Bronx neoyorquino- anunció el fin de su investigación, había descubierto la vacuna antipoliomielítica. La ciencia y las oraciones de las madres habían dado resultado.

Pero pasaron largos meses de espera, tiempos grises con humos en los cielos, hasta que una mañana a bordo de Aerolíneas empezaron a llegar las remesas congeladas con la inyección, que quizás fue el primer rayo de luz en penetrar por esas nubes. Se hacían colas para su incesante aplicación, el pequeño instante del pinchazo fue devolviendo la paz a las familias, les pibes volvieron a la escuela y otra vez a jugar a la pelota.

Como hace 64 años hoy se aguarda la Buena Nueva. Desde Europa, de Harvard, de Belén o del Malbrán… que venga desde el lugar en que Dios y la ciencia quieran.

*Arquitecto de Cipolletti


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