Fantasías industriales

La presidenta Cristina Fernández de Kirchner parece estar sinceramente convencida de que, como dijo el miércoles pasado ante tres mil empresarios en Tecnópolis, si no fuera por el mundo que según ella se nos cayó encima, el modelo económico que patentó estaría prosperando como ningún otro, razón por la que sería un error tremendo “volver atrás como el cangrejo” en lugar de continuar avanzando para “profundizar la reindustrialización”. Tales exhortaciones presidenciales sorprendieron a los industriales mismos, ya que según el presidente de la UIA Héctor Méndez en la actualidad el producto per cápita del sector es igual al registrado en 1974, antes del colapso que siguió al tristemente célebre “Rodrigazo” que selló la suerte de una versión anterior del modelo populista. Sea como fuere, en el universo K los hechos importan menos que el relato y no hay duda de que Cristina, el ministro de Economía Axel Kicillof y otros funcionarios gubernamentales, además de los “militantes” de la causa kirchnerista, se sienten comprometidos con la industrialización y por lo tanto quisieran que el país dejara de depender tanto de la exportación de materias primas y bienes agropecuarios. Pensar así es parte de la tradición peronista pero, si bien desde hace mucho tiempo impera en el país un consenso muy amplio a favor de la industrialización, sólo ha servido para aumentar la producción de palabras que nos recuerdan, por enésima vez, que a la Argentina le convendría mucho contar con empresas tan productivas como las norteamericanas, europeas, japonesas o surcoreanas. Aunque Cristina nos asegura que, merced a sus esfuerzos, el país ha experimentado un “cambio cultural”, ya que hoy en día “se sabe que sin industria no hay país y no hay futuro”, la verdad es que en dicho ámbito muy poco ha cambiado a partir de las décadas finales del siglo XIX. Es una cosa coincidir en que el atraso industrial es malo, pero es otra muy distinta decidir lo que sería necesario hacer para superarlo, para entonces tomar las medidas correspondientes. Para que andando el tiempo la Argentina lograra erigirse en una potencia industrial mediana, lo que dadas las circunstancias sí sería una hazaña notable, los próximos gobiernos tendrían que reformar drásticamente un sistema educativo penosamente ineficaz, llevar a cabo programas ambiciosos de infraestructura y, huelga decirlo, obligar a los empresarios locales a aprender a competir con sus equivalentes del resto del mundo. También ayudaría que un eventual “cambio cultural” sirviera para prestigiar más a los empresarios en su conjunto. Mientras que en países como Estados Unidos, Alemania y Japón los más dinámicos se ven tratados como héroes populares, casi como deportistas o cantantes de rock, aquí su reputación colectiva suele asemejarse a aquella de los políticos o sindicalistas. He aquí una razón por la que es muy poco probable que un día el país llegue a producir empresarios comparables con los norteamericanos Bill Gates o Steve Jobs, creadores de empresas gigantescas cuyo valor de mercado es superior al producto bruto anual de la Argentina. Los partidarios más entusiastas de lo que llaman la “reindustrialización” no parecen entender que está haciéndose cada vez más difícil ponerse a la par de los países líderes que han sabido aprovechar la revolución tecnológica que está en marcha. Para emularlos, sería necesario contar con una fuerza laboral óptimamente preparada, detalle éste que prefieren pasar por alto, puesto que están más interesados en “la inclusión” –es decir, el clientelismo–, que en estimular la investigación para que nuestras empresas puedan competir con las de otras latitudes. Por cierto, no les preocupa el que el “polo industrial” de Tierra del Fuego consista en buena medida en maquiladoras que se limitan a armar piezas importadas que no estamos en condiciones de fabricar porque son demasiado complejas. Lo mismo podría decirse de la industria automotriz nacional y las vinculadas con la electrónica, que no pueden funcionar sin insumos procedentes de países más desarrollados. A los kirchneristas les gustaría mucho ver reemplazadas todas las piezas importadas por otras fabricadas en el país pero, claro está, las medidas estrafalarias que tomaron funcionarios deseosos de lograr la independencia industrial sólo sirvieron para perjudicar aún más a la maltrecha industria nacional.

Fundado el 1º de mayo de 1912 por Fernando Emilio Rajneri Registro de la Propiedad Intelectual Nº 5.196.592 Editor responsable: Guillermo Berto Es una publicación propiedad de Editorial Río Negro SA Sábado 5 de septiembre de 2015


La presidenta Cristina Fernández de Kirchner parece estar sinceramente convencida de que, como dijo el miércoles pasado ante tres mil empresarios en Tecnópolis, si no fuera por el mundo que según ella se nos cayó encima, el modelo económico que patentó estaría prosperando como ningún otro, razón por la que sería un error tremendo “volver atrás como el cangrejo” en lugar de continuar avanzando para “profundizar la reindustrialización”. Tales exhortaciones presidenciales sorprendieron a los industriales mismos, ya que según el presidente de la UIA Héctor Méndez en la actualidad el producto per cápita del sector es igual al registrado en 1974, antes del colapso que siguió al tristemente célebre “Rodrigazo” que selló la suerte de una versión anterior del modelo populista. Sea como fuere, en el universo K los hechos importan menos que el relato y no hay duda de que Cristina, el ministro de Economía Axel Kicillof y otros funcionarios gubernamentales, además de los “militantes” de la causa kirchnerista, se sienten comprometidos con la industrialización y por lo tanto quisieran que el país dejara de depender tanto de la exportación de materias primas y bienes agropecuarios. Pensar así es parte de la tradición peronista pero, si bien desde hace mucho tiempo impera en el país un consenso muy amplio a favor de la industrialización, sólo ha servido para aumentar la producción de palabras que nos recuerdan, por enésima vez, que a la Argentina le convendría mucho contar con empresas tan productivas como las norteamericanas, europeas, japonesas o surcoreanas. Aunque Cristina nos asegura que, merced a sus esfuerzos, el país ha experimentado un “cambio cultural”, ya que hoy en día “se sabe que sin industria no hay país y no hay futuro”, la verdad es que en dicho ámbito muy poco ha cambiado a partir de las décadas finales del siglo XIX. Es una cosa coincidir en que el atraso industrial es malo, pero es otra muy distinta decidir lo que sería necesario hacer para superarlo, para entonces tomar las medidas correspondientes. Para que andando el tiempo la Argentina lograra erigirse en una potencia industrial mediana, lo que dadas las circunstancias sí sería una hazaña notable, los próximos gobiernos tendrían que reformar drásticamente un sistema educativo penosamente ineficaz, llevar a cabo programas ambiciosos de infraestructura y, huelga decirlo, obligar a los empresarios locales a aprender a competir con sus equivalentes del resto del mundo. También ayudaría que un eventual “cambio cultural” sirviera para prestigiar más a los empresarios en su conjunto. Mientras que en países como Estados Unidos, Alemania y Japón los más dinámicos se ven tratados como héroes populares, casi como deportistas o cantantes de rock, aquí su reputación colectiva suele asemejarse a aquella de los políticos o sindicalistas. He aquí una razón por la que es muy poco probable que un día el país llegue a producir empresarios comparables con los norteamericanos Bill Gates o Steve Jobs, creadores de empresas gigantescas cuyo valor de mercado es superior al producto bruto anual de la Argentina. Los partidarios más entusiastas de lo que llaman la “reindustrialización” no parecen entender que está haciéndose cada vez más difícil ponerse a la par de los países líderes que han sabido aprovechar la revolución tecnológica que está en marcha. Para emularlos, sería necesario contar con una fuerza laboral óptimamente preparada, detalle éste que prefieren pasar por alto, puesto que están más interesados en “la inclusión” –es decir, el clientelismo–, que en estimular la investigación para que nuestras empresas puedan competir con las de otras latitudes. Por cierto, no les preocupa el que el “polo industrial” de Tierra del Fuego consista en buena medida en maquiladoras que se limitan a armar piezas importadas que no estamos en condiciones de fabricar porque son demasiado complejas. Lo mismo podría decirse de la industria automotriz nacional y las vinculadas con la electrónica, que no pueden funcionar sin insumos procedentes de países más desarrollados. A los kirchneristas les gustaría mucho ver reemplazadas todas las piezas importadas por otras fabricadas en el país pero, claro está, las medidas estrafalarias que tomaron funcionarios deseosos de lograr la independencia industrial sólo sirvieron para perjudicar aún más a la maltrecha industria nacional.

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