Farsa parlamentaria

Habituados como están a ser criticados por su propensión a perder el tiempo pronunciando discursos farragosos o por tratar el Congreso como una especie de club social, antes de las vacaciones de verano los legisladores nacionales optaron por sorprendernos al aprobar con rapidez alucinante una docena de proyectos de ley, marcando así lo que según los especialistas es un nuevo récord en la materia. Pudieron hacerlo porque quienes conforman la bancada oficialista, que, de más está decirlo, es mayoritaria, se enorgullecen mucho de su voluntad de obedecer a ciegas las órdenes de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, de suerte que pocos se sintieron constreñidos a familiarizarse con el contenido de las leyes que nos propinaban. Si sólo fuera cuestión de asuntos como el Rally Dakar, el apuro insólito del que hicieron gala los parlamentarios carecería de importancia, pero sucede que también votaron a favor de leyes tan significantes como la del presupuesto para el año próximo, de la declaración de interés público de la producción y distribución de papel de diario –o sea de otra embestida contra el satanizado Grupo Clarín–, de una polémica ley antiterrorista que preocupa sobremanera a la izquierda local y de la reforma del estatuto del peón rural. A juicio del veterano senador peronista Oraldo Britos, “las sesiones no tuvieron argumentación ni análisis. El 70% de los legisladores no sabía lo que votaba”. Puede que haya exagerado Britos, que entre aquel 70% haya algunos que sí se dieron el trabajo de leer algunos párrafos antes de levantar la mano, pero dista de ser el único que ha cuestionado la seriedad tanto de los “padres de la patria” como de los diputados. En todos los países en que rige el sistema presidencialista, incluyendo a Estados Unidos, es normal que a menudo los vinculados con el Poder Ejecutivo se sientan fastidiados por el letargo que a su entender es característico del Legislativo, sobre todo si los legisladores insisten en examinar con cuidado los proyectos de ley que les son enviados para entonces celebrar debates prolongados con el propósito de introducir modificaciones. Algunos mandatarios, como el peruano Alberto Fujimori, se sienten tan molestos por “los tiempos de la política” que según ellos convierten el parlamento en una “máquina de impedir” que deciden cortar por lo sano cerrándolo, otros reaccionan gobernando a través de decretos de necesidad y urgencia, pero hasta nuevo aviso Cristina no tendrá que pensar en tales alternativas. Como sin duda comprende muy bien, si bien en términos prácticos un Congreso sumiso equivale a uno cerrado o marginado, es mucho mejor porque le permitirá guardar las apariencias. En teoría, aquí las instituciones básicas de la democracia republicana funcionan maravillosamente bien; en realidad, sólo se trata de un simulacro. Muchos juristas y políticos coinciden en que al país le convendría alejarse del hiperpresidencialismo largamente imperante para acercarse a un esquema más parlamentario, opinión ésta que comparte el juez de la Corte Suprema Eugenio Zaffaroni, pero mal que les pese los legisladores acaban de recordarnos que se trata de una propuesta un tanto fantasiosa. Un sistema parlamentario no podría funcionar como es debido a menos que, con escasas excepciones, los diputados y senadores estuvieran dispuestos a ponerse a la altura de sus responsabilidades, pero parecería que en nuestro país la mayoría no tiene ninguna intención de arriesgarse cuestionando las iniciativas de la líder máxima. Para remediar esta situación nada satisfactoria, sería necesario cambiar radicalmente el sistema electoral, eliminando las listas sábana, y emprender otras reformas a fin de reducir el poder a todas luces excesivo de los jefes partidarios que, como es natural, suelen encargarse de mantener a raya a aquellos independientes que podrían ocasionarles problemas. Huelga decir que es virtualmente nula la posibilidad de que ello ocurra en los años próximos. Así las cosas, tendríamos que resignarnos a convivir con un orden político que se ha simplificado hasta tal punto que, con cierta frecuencia, permite a una sola persona monopolizar el poder, rodeándose de incondicionales que ni siquiera se animan a advertirle de los peligros que encontrará en el camino.


Habituados como están a ser criticados por su propensión a perder el tiempo pronunciando discursos farragosos o por tratar el Congreso como una especie de club social, antes de las vacaciones de verano los legisladores nacionales optaron por sorprendernos al aprobar con rapidez alucinante una docena de proyectos de ley, marcando así lo que según los especialistas es un nuevo récord en la materia. Pudieron hacerlo porque quienes conforman la bancada oficialista, que, de más está decirlo, es mayoritaria, se enorgullecen mucho de su voluntad de obedecer a ciegas las órdenes de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, de suerte que pocos se sintieron constreñidos a familiarizarse con el contenido de las leyes que nos propinaban. Si sólo fuera cuestión de asuntos como el Rally Dakar, el apuro insólito del que hicieron gala los parlamentarios carecería de importancia, pero sucede que también votaron a favor de leyes tan significantes como la del presupuesto para el año próximo, de la declaración de interés público de la producción y distribución de papel de diario –o sea de otra embestida contra el satanizado Grupo Clarín–, de una polémica ley antiterrorista que preocupa sobremanera a la izquierda local y de la reforma del estatuto del peón rural. A juicio del veterano senador peronista Oraldo Britos, “las sesiones no tuvieron argumentación ni análisis. El 70% de los legisladores no sabía lo que votaba”. Puede que haya exagerado Britos, que entre aquel 70% haya algunos que sí se dieron el trabajo de leer algunos párrafos antes de levantar la mano, pero dista de ser el único que ha cuestionado la seriedad tanto de los “padres de la patria” como de los diputados. En todos los países en que rige el sistema presidencialista, incluyendo a Estados Unidos, es normal que a menudo los vinculados con el Poder Ejecutivo se sientan fastidiados por el letargo que a su entender es característico del Legislativo, sobre todo si los legisladores insisten en examinar con cuidado los proyectos de ley que les son enviados para entonces celebrar debates prolongados con el propósito de introducir modificaciones. Algunos mandatarios, como el peruano Alberto Fujimori, se sienten tan molestos por “los tiempos de la política” que según ellos convierten el parlamento en una “máquina de impedir” que deciden cortar por lo sano cerrándolo, otros reaccionan gobernando a través de decretos de necesidad y urgencia, pero hasta nuevo aviso Cristina no tendrá que pensar en tales alternativas. Como sin duda comprende muy bien, si bien en términos prácticos un Congreso sumiso equivale a uno cerrado o marginado, es mucho mejor porque le permitirá guardar las apariencias. En teoría, aquí las instituciones básicas de la democracia republicana funcionan maravillosamente bien; en realidad, sólo se trata de un simulacro. Muchos juristas y políticos coinciden en que al país le convendría alejarse del hiperpresidencialismo largamente imperante para acercarse a un esquema más parlamentario, opinión ésta que comparte el juez de la Corte Suprema Eugenio Zaffaroni, pero mal que les pese los legisladores acaban de recordarnos que se trata de una propuesta un tanto fantasiosa. Un sistema parlamentario no podría funcionar como es debido a menos que, con escasas excepciones, los diputados y senadores estuvieran dispuestos a ponerse a la altura de sus responsabilidades, pero parecería que en nuestro país la mayoría no tiene ninguna intención de arriesgarse cuestionando las iniciativas de la líder máxima. Para remediar esta situación nada satisfactoria, sería necesario cambiar radicalmente el sistema electoral, eliminando las listas sábana, y emprender otras reformas a fin de reducir el poder a todas luces excesivo de los jefes partidarios que, como es natural, suelen encargarse de mantener a raya a aquellos independientes que podrían ocasionarles problemas. Huelga decir que es virtualmente nula la posibilidad de que ello ocurra en los años próximos. Así las cosas, tendríamos que resignarnos a convivir con un orden político que se ha simplificado hasta tal punto que, con cierta frecuencia, permite a una sola persona monopolizar el poder, rodeándose de incondicionales que ni siquiera se animan a advertirle de los peligros que encontrará en el camino.

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