Genocidio

por RODOLFO WINDHAUSEN

Especial para «Río Negro»

El artículo del Dr. Pedro Navarro Floria pone el acento en uno de los temas que más polémicas ha despertado en la historiografía argentina: la cuestión del genocidio de los pueblos indígenas de la Patagonia en la (mal) llamada Campaña del Desierto. El concepto mismo de genocidio es una noción jurídica contemporánea. Apareció poco después de la Segunda Guerra Mundial, al conocerse en detalle las atrocidades cometidas por los nazis contra judíos, gitanos, eslavos y otras personas. Fue incorporado a la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio, adoptada por la ONU en 1948, y reaparece en otros documentos posteriores de Naciones Unidas hasta nuestros días.

Los historiadores que se oponen a aplicar la noción de genocidio –muchos en la Argentina– al caso de los indígenas patagónicos aducen precisamente que el concepto es una idea moderna y por lo tanto no sería aplicable a esa feroz campaña a fines del siglo XIX. Argumento tan falaz como querer negar que la esclavitud de indios y negros era una barbaridad aun antes de haber sido condenada en documentos y tratados internacionales. Quedarían así borrados, de un plumazo, los argumentos de quienes como Fray Bartolomé de las Casas se opusieron a ella por razones morales mucho antes de que existiera la ONU.

Es cierto que para juzgar la historia se debe procurar la comprensión de los argumentos morales y jurídicos que sustentaron determinada actitud en el período que se analiza. Pero llevar esa premisa al extremo tiene consecuencias absurdas, porque despojaría de culpa alguna a quienes condenaron a Galileo, a los inquisidores y a las hordas bárbaras que invadieron Occidente. Ciertos principios morales tienen vigencia más allá de las circunstancias temporales que pretendan justificarlos.

De lo contrario, sería imposible sacar conclusiones de la historia misma. Si se siguiera el criterio de esos historiadores argentinos que quieren justificar la Campaña del Desierto con la necesidad de expansión del «lebensraum» nacional, Roca, Mansilla y sus secuaces quedarían exentos de la culpa que les imponía la ética más elemental ya vigente en su tiempo. (Y Adolfo Hitler vendría a ser un santo varón que con su «solución final» sólo pretendía librar a Alemania y al mundo de los judíos y otras «razas inferiores»).

En el fondo de esta cuestión yace esa idolatría insólita por ciertos «próceres» que ha consagrado la historiografía argentina y que han adquirido, por la prédica de historiadores miopes, una condición de intocables de bronce.

Solamente con aplicar los principios morales (cristianos o laicos) de la época a la Campaña del Desierto queda claro que no es posible eximir de responsabilidad a los autores de esa movilización militar genocida contra los indios patagónicos. Y ello es así no por razones de sentimentalismo folclórico, sino precisamente porque se trata de principios éticos que debieron haber sido ineludibles para los que de esa matanza fueron responsables.

Francia, país que no se caracteriza por su sinceridad en materia histórica, acaba de reconocer su papel en la esclavitud de negros africanos y ha instituido el 10 de mayo como día de arrepentimiento por su intervención en el tráfico de esas personas a las Américas. Y Alemania ya reconoció hace unos años su triste papel en el Holocausto y pidió un histórico perdón a Israel y a los judíos.

Es hora de que la Argentina deje de honrar mitos como el de su «blancura» y admita, sin ambages, que la Campaña del Desierto, lejos de ser un episodio épico digno de alabanza, fue una atrocidad para la que no hace falta aplicar los principios de la Convención de la ONU. Como bien lo afirma Navarro Floria, en el caso de los indios patagónicos, la otra reacción posible «es leer inteligentemente la historia y la sociedad, escucharlos, comprender sus razones y caminar juntos los caminos de la memoria, de la justicia y de la paz». Y aceptar que en esta materia, los argentinos tienen una obligación moral pendiente: la de sincerarse con su pasado.


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