La historia de la familia de crianceros que le ganó la batalla a las cenizas

A 10 años de la erupción del Cordón Caulle, el relato de cómo castigó ese fenómeno de la naturaleza en la Línea Sur de Río Negro.

El 4 de junio de 2011, en la sierra de Lipetrén Chico todo transcurría como siempre. El viento soplaba y acariciaba los neneos y coirones. Y el silencio inundaba la inmensidad de la meseta patagónica. Leandro Trafiñanco estaba en el campo con su padre, Gerónimo. Esos días habían trabajado casi sin descanso pelando ojos a las ovejas antes de que llegue el invierno. Su hermana más chica estaba en la casa. Su madre había viajado a Ingeniero Jacobacci, distante a unos 130 kilómetros.

Habían dejado las ovejas en un potrero chico, porque su padre aún no quería largarlas en el cuadro. Leandro recuerda que ese 4 de junio, alrededor de las 17.30, comenzó a cerrarse el cielo. Miraron con su padre hacia el horizonte y dieron por hecho que se venía la lluvia, tan anhelada en el campo después de años se sequía. La familia de Leadro forma parte de la comunidad mapuche Peñi Mapu (Hermano de la Tierra).

“Se empezó a oscurecer y mi papá me dijo que mejor echemos a las ovejas en el cuadro, porque se iba a complicar si se larga a nevar”, relata. Salieron, urgidos, a caballo a sacar las ovejas, pero no alcanzaron a hacer nada. Leandro dice que ese día no habían escuchado nada por Radio Nacional. Nunca se enteraron de que había hecho erupción un volcán, en Chile, distante a varios cientos de kilómetros.

Todo se oscureció y cuenta que su padre le pegó un grito para que fuera hacia el lado donde él estaba. “¡Esto no es agua, es ceniza!”, dice que exclamó, sorprendido, su papá. “Se me empezó a pegar en la campera. Tratamos de agarrar una huella. Con mi viejo al galope hicimos, no sé, unos 400 o 500 metros, pero no veíamos la casa”, afirma.

Los recuerdos fluyen sin pausa. “Llegamos al corral, bajamos los recados a los caballos y nos encerramos en la cocina, donde estaba mi hermana”, comenta. “Se escuchaba como si echaran una palada de tierra sobre el techo”, explica. “Como a las 22 o 23 calmó. No cayó más. Me acuerdo como si hubiese sido ayer”, afirma. Salió de la casa y juntó cenizas en unas bolsitas de azúcar para mostrarle a su mamá, cuando regresara. No iba a creer lo que había pasado. Después, llegaron los truenos.

Leandro se fue a dormir sorprendido por lo que había ocurrido. Pero con la idea de que era un evento pasajero. Cuenta que al día siguiente había que salir a buscar temprano a las ovejas. Ver qué había pasado con ellas. “Era un día espectacular, un sol radiante”, rememora.

Subieron con su padre a la colina como para observar mejor el campo. “Mi papá vio como unos caballos oscuros, porque se veían más grandes, negreaban”, describe. “Nos miramos y mi viejo dijo: tienen que ser las ovejas”, acota. “Yo pensaba, ¿por qué se ven tan grandes?”, relata.

Los animales sufrieron las consecuencias de las cenizas volcánicas que cubrieron los campos a partir del 4 de junio de 2011. (foto gentileza)

Cuando se acercaron, comprobaron que las ovejas tenían una capa de varios centímetros de cenizas pegada a la lana. Es que había llovido en la madrugada y se les había formado como una especie de pegamento. En el campo estaba todo quieto.

Lograron meter las ovejas en el cuadro. Y alrededor de las 14 otra vez el cielo se cerró. Todo se oscureció. “Se hizo de noche otra vez y no se vio nada más”, asegura. Regresaron a la casa a protegerse. “Se sentía afuera que andaban los caballos, que se vinieron a la casa”, relata.

“No se podía salir al campo. Y comenzamos a tapar las ventanas, la puerta para que no entrara la ceniza, pero entraba igual por todos lados”, recuerda. A partir de esa jornada, la vida se hizo más dura. “Era vivir el día a día”, cuenta. “Había salir temprano a buscar a los animales que era la única manera de hacerlo en el día”, afirma.

El invierno llegó y asevera que la familia lo pasó bastante bien. “Cuando llovía o nevaba un poco la pasábamos mejor”, dice. “La fuerza del viento acumulaba la ceniza en los bajos. Allí se juntó como un metro de ceniza. Era impresionante”, señala.

Relata que su padre decidió dejar los animales libres en el campo. No tuvo otra opción. Algunas familias las guardaron en corrales o galpones. Pero era complicado.

La esquila

Cuando llegó la primavera de 2011 comenzaron los preparativos para la esquila. “Estuvimos como un mes esquilando. A los esquiladores se le rompía la máquina todo el tiempo. Alcanzaban a esquilar a lo sumo veinte ovejas”, recuerda. Era octubre.

“Asi que empezaron a esquilar a tijera. Pero hacían cinco ovejas en el día, cuando normalmente pueden llegar a esquilar treinta y cinco”, sostiene. Por más ímpetu, la tijera le costaba mucho entrar en la lana. “La lana tenía como 50 por ciento de cenizas”, estima.

Tras la esquila vino lo peor. “Las ovejas salían al campo esquiladas y se echaban y no se levantaban más”, advierte. Morían en silencio. Y ellos no podían hacer nada.

Nadie encontraba una explicación para ese comportamiento. Un ingeniero del Inta que visitó el campo reconoció que era muy difícil diagnosticar porqué moría de esa forma el animal. Observaron las entrañas de algunas ovejas para despejar algunas dudas. “Tenían cenizas en los cuartos, pero no era tanta como para morirse por eso”, asegura Leandro.

La erupción del Cordón Caulle, causó la muerte de cientos de ovejas en el campo de la familia Trafiñanco y en la Línea Sur de Río Negro. (Foto gentileza)

La mortandad

Estima que a su papá se le murió más de un centenar de ovejas en ese momento. Algunas en el corral y muchas en el campo. “Algunos vecinos se quedaron sin nada o con el 10 o 15 por ciento de las ovejas que tenían”, asevera. “Fue muy triste. Y hasta el día de hoy, algunos no se han podido de recuperar”, manifiesta.

Las cenizas volcánicas fueron el golpe final para varios crianceros. Leandro destaca que venían de 8 años de sequía. Y las cenizas encontraron muy débiles a los animales. Miles murieron.

Dice que a los caballos se le formaba como una costra en la bolsa de los ojos, porque por las cenizas lagrimeaban. “Vos le tocabas eso y estaba duro como un cemento. Y cuando se lo sacabas, le pelabas la piel y se lastimaba”, comenta. “Los animales sufrieron un montón”, asegura.

“En ese tiempo, los animales eran lo único que teníamos”, sostiene. Cuenta que la lana no se podía analizar porque era toda “lana sufrida”. “Agarrabas un vellón y los acudías y caía todo ceniza. Ese año se perdió casi todo”, relata.

“Se morían las ovejas preñadas. Mi papá tenía doce vacas y le quedaron cuatro. La vaca sufría mucho más que la oveja, porque la ceniza le quedaba en el cuajo”, explica. “Entonces, se echaban en el monte y se morían así”, señala.

El nailon negro

“Un día llegué a la casa de un vecino y vi que tenían un nailon negro sobre la mesa. Me explicó que tenían que ponerlo porque era la única manera de que las cenizas no cayeran en la comida. Entonces, metía la cuchara abajo del nailon y así sacaba la comida. Esas cosas pasamos”, afirma.

“Fueron más o menos cinco años de lucha y costó para volver a recuperar lo que había, porque quedamos con muy pocos animales”, sostiene Leandro. Su viejo se jubiló y su madre, Rosa Curapil, es cocinera en la escuela del paraje. Con esos ingresos sobrevivieron.

Pero Leandro lamenta lo sucedido porque “nuestro paraje se desmanteló, quedó muy poca gente”. Asegura que en 1997 eran 50 chicos los que asistían a la escuela, casi todos migraron. Es más la escuelita se quedó sin matrícula y cerró. “Casi todas las personas que permanecen en el campo tiene más de sesenta años”, observa.

En la comunidad quedan 35 familias. Dice que la mitad por lo menos se recuperó de las consecuencias que dejaron las cenizas que expulsó el Cordón Caulle, ubicado en Chile, y que llegaron a la Línea Sur rionegrina. Ahora, luchan contra las plagas, como el zorro colorado, que ronda por todos lados y mata ovejas en cualquier momento.

Las cenizas se pegaron con las lluvias a la piel de las ovejas y esquilaras se convirtió en una odisea en el campo de la familia Trafiñanco, en octubre de 2011. (Foto Gentileza)

Fuerza de voluntad

Asegura que en el campo aún quedan sectores con cenizas. Sobre todo, los bajos. “Usted escarba y hay como cuarenta centímetros de cenizas. Cuando vos arriás animales, todo lo que se levanta, todo ese polvillo es ceniza”, puntualiza. “Cuando esquilás ahora siempre hay una mancha de cenizas en la lana de alguna oveja”, describe.

Recuerda que esas largas noches durante la época de las cenizas, cuando charlaba con su padre mientras tomaban unos mates al lado de la cocina a leña. “Mi viejo es muy creyente. Él decía que son cosas que tienen que venir. Tengo fe que vamos a salir”, rememora Leandro.

“Esas palabras nos daban ánimo”, afirma. “Muchas vecinos decían: ¡qué me voy a quedar haciendo si no tengo nada! Los que se pudieron jubilar se quedaron. Otros se fueron”.

“Son cosas que las vamos a recordar toda la vida”, afirma. Hoy, Leandro tiene 38 años. Y consiguió hace un tiempo un trabajo en Ingeniero Jacobacci. Pero casi todos los fines de semana regresa al campo de sus padres.

Sostiene que el momento más duro de esa época fue cuando vio morir tantos animales por octubre de 2011. “Dije acá van a morir todos. Decidimos largar los animales al campo. Lo poco que se salvó de la esquila, pensé que sería el último lote de lana que venderíamos y se le dije a mi viejo”, recuerda.

“Pero mi viejo, siempre tuvo fe”. “El recordaba las nevadas del ´84. Me contaba que tenía 800 ovejas y 400 chivas y se le murió la mitad de los animales. Mi viejo decía: salimos de esa, no vamos a salir de esta”.


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