La invasión de los “drones”

JAMES NEILSON

En inglés se llaman “drones”, una palabra que hasta hace poco sólo quería decir zángano, algo que zumba o sujeto inútil; en los años veinte del siglo pasado el escritor cómico P. J. Wodehouse hizo del “Drones Club” de Londres el lugar de reunión preferido de los haraganes de clase alta que figuraban en sus novelas. Pero últimamente drone ha adquirido un significado que es mucho más siniestro. En la terminología militar norteamericana, un drone es un pequeño avión teledirigido, sin tripulación, que con precisión asombrosa es capaz de detectar para entonces destruir blancos a miles de kilómetros de quienes lo manejan como si se tratara de un videojuego. Luego de identificar a “un malo” por su fisonomía, su ropa, el auto en que está viajando o el número de su celular, datos que están debidamente almacenados y son analizados por computadora, lo eliminan presionando una tecla. A juicio de los expertos, el procedimiento así supuesto es un tanto primitivo; dicen que la próxima generación de drones prescindirá por completo de los en ocasiones poco confiables operadores humanos. En Afganistán, las zonas tribales de Pakistán, Yemen y Somalia, las víctimas de tales ataques ya se cuentan por centenares. El principal responsables de elegir los blancos es el presidente norteamericano Barack Obama; sus colaboradores nos asegurarán que casi todas las víctimas eran terroristas peligrosísimos, que en verdad han sido muy escasas las bajas civiles, de modo que los drones son mucho más humanitarios, por decirlo así, que los soldados de las fuerzas especiales que de noche irrumpen en las viviendas de los sospechosos, como hicieron el año pasado para terminar con la vida de Osama bin Laden. Puede que tengan razón, pero no es necesario ser un pacifista para sentirse preocupado por la mera existencia de esta arma mortífera. Para quienes los tienen, las ventajas brindadas por los drones son evidentes. Merced a ellos, un país dueño de tecnología avanzada está en condiciones de librar una guerra sin exponer a sus propios soldados a riesgo alguno, ahorrando así al gobierno los “costos políticos” que le supondría la reacción acaso hostil de los familiares de los muertos o gravemente heridos en combate. Hasta hace menos de un siglo, la pérdida de decenas de miles de compatriotas en el campo de batalla era “normal”; merced a la proliferación reciente de medios de comunicación instantánea audiovisuales, en la actualidad la muerte de diez soldados, cada uno con su biografía personal, puede ser suficiente como para desatar una crisis política de proporciones. También parecen menos importantes los detalles éticos; de acuerdo común, matar a mujeres y niños a bayonetazos es un crimen atroz de lesa humanidad que la “comunidad internacional” tendría que castigar, de ahí las presiones a favor de una intervención militar occidental en Siria. En cambio, aniquilarlos desde el cielo sin verlos cara a cara suele tomarse por un accidente sin duda lamentable pero así y todo del tipo que por desgracia es imposible evitar en una guerra. Se trata de los consabidos “daños colaterales” que, desde luego, deberían imputarse a nada peor que un error humano, no a la malicia. En Pakistán, el que Estados Unidos empleara drones en ese territorio ha provocado la indignación incluso de los enemigos jurados de los talibanes y sus muchos simpatizantes islamistas, pero parecería que en el resto del mundo el tema no ha motivado demasiado interés. La razón de tanta ecuanimidad es sencilla: Obama no es George W. Bush. De estar Bush aún en la Casa Blanca, pocos días transcurrirían sin que se produjeran manifestaciones callejeras gigantescas en docenas de ciudades en contra del asesinato teledirigido de presuntos combatientes enemigos, un método que se atribuiría a los instintos sanguinarios del texano adoptivo, pero Obama, si bien es un impulsor entusiasta de la guerra a distancia, es al fin y al cabo un progresista, premio Nobel de la Paz para más señas, de suerte que, lejos de querer criticarlo, quienes en otras circunstancias estarían movilizándose a favor de “la vida” prefieren darle el beneficio de todas las dudas concebibles, privilegio éste que siempre fue negado a Bush. Por supuesto, es comprensible que los norteamericanos, involucrados como están en una “guerra asimétrica” contra un conjunto de enemigos tan despiadados como escurridizos que no vacilan en asesinar a miles de personas, musulmanas o infieles, por motivos que podrían calificarse de publicitarios, hayan optado por aprovechar su superioridad tecnológica, de tal modo recuperando el ascendiente en el campo de batalla que, un lustro atrás, parecían estar por perder en los barrios polvorientos de Bagdad y otras localidades iraquíes. Así y todo, tarde o temprano conseguirán construir sus propios drones los islamistas militantes o, en el caso poco probable de que sean derrotados definitivamente, otros igualmente decididos a disputarle a la superpotencia reinante la supremacía a la que se ha acostumbrado. Pues bien: si ya motiva pesadillas la posibilidad de que los fanáticos religiosos del régimen islamista iraní logren pertrecharse pronto de un arsenal nuclear, sería todavía mayor la alarma que se difundiría si ellos, una agrupación vinculada con la red que se ha formado en torno a Al Qaeda, los norcoreanos, los paquistaníes o, tal vez, un movimiento “de liberación” africano o latinoamericano, dispusieran de centenares de drones que podrían ser usados para cometer atentados terroristas, matando, con precisión milimétrica, a cualquiera, en cualquier lugar de la Tierra, que tuviera la mala suerte de merecer su desaprobación. Serían tan grandes los riesgos planteados por dicha eventualidad que los norteamericanos y otras potencias tecnológicas –los países de la Unión Europea, Rusia, Israel, el Japón y China– no tendrían más alternativa que la de hacer cuanto les parezca necesario para impedir que drones cayeran en manos de grupos o regímenes a su juicio irresponsables, reeditando de tal modo los esfuerzos por frenar la proliferación nuclear que, de fracasar, podrían tener consecuencias catastróficas en los meses próximos. Así, pues, lejos de reducir el peligro de más conflictos, el avance inexorable de la tecnología militar, la que últimamente ha adquirido características que algunos años antes parecían propias de una película de ciencia ficción, está aumentándolo.

según lo veo


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