La muerte de César

La personalidad del caudillo romano asesinado en el Capitolio el 15 de marzo del año 44 a. C. ha sido un paradigma del héroe clásico y como tal un tema predilecto de historiadores y novelistas. Entre sus biógrafos los primeros fueron Suetonio y Plutarco y por ello en sus crónicas, a menudo caprichosas, abrevaron dramaturgos y eruditos. A Shakespeare le inspiró su tragedia “Julio César”, un cuadro perdurable del magnicidio y de las angustias anteriores y los castigos finales que padecieron sus responsables. La fama de César trasciende sus días. Pruebas de su vigencia son, entre otras, citas como “Iacta alea est” (la suerte está echada) y “Veni, vidi, vici” (llegué, vi y vencí) que radican, respectivamente, en el paso del Rubicón con sus legiones y su triunfo en la batalla de Zela. Como ejemplo de ficción literaria sobre el personaje histórico, hay una obra algo lejana (se publicó en EE. UU. en 1948, entre nosotros por Emecé en varias ediciones de años sucesivos), una novela del norteamericano Thornton Wilder que nos viene a la memoria en razón de cambios con probable influencia política ocurridos este mes de marzo en la propia Roma y aquí. “Los idus de marzo” (“idus”, el día 15 de ese mes en el calendario romano). Es una historia novelada que revive circunstancias del asesinato de César, un hecho que determinó un viraje de la historia. La novela muestra la vida social y política de la aristocracia de Roma en tiempos postreros de la República y cuando el dictador estaba en la plenitud de un poder omnímodo y en la expectativa de convertirse en monarca absoluto. Fue en esos días que las familias patricias entraron en pánico ante lo que apreciaron como un peligro para el régimen republicano, con la nulidad del Senado y la entronización del ambicioso. La recreación de Wilder es un prodigio de imaginación en cuanto al modo cómo se desarrolló la conjura para su asesinato y al clima que los personajes centrales y el mismo César fueron viviendo en el cuadro preparatorio de la tragedia. La recreación de individuos famosos se realiza –absoluta originalidad– a través de notas y cartas, diálogos y confesiones, opiniones y sensaciones, un tejido tan bien inventado que parece ser la historia misma. Entre esos personajes celosos o deslumbrados por la personalidad demagógica y el poder de César hay varios muy conocidos. Están políticos como Cicerón, poetas como Catulo, matronas como Servilia e intelectuales como Cornelio Nepote. Hasta Cleopatra, la reina de Egipto, visitante fastuosa de la ciudad del dictador, su examante y consecuente amigo. Y está, enigmático entre todos, Marco Junio Bruto, un aristócrata de linaje histórico admirador crítico de César y querido por él. Varias cartas que se entrecruzan durante la conspiración reflejan sospechas acerca de si este Bruto es hijo natural de Julio César. La conspiración se desarrolla a través de un sistema que parece un antecedente de lo que hoy llamamos “redes sociales”; ésta es otra originalidad de la novela. Se trata de volantes y “cartas en cadena” que circularon por millares en la península desde principios del año. A cada personalidad que la recibía se le ordenaba sacar cinco copias y hacerla llegar, con el mayor secreto, a otros cinco que pudiesen compartir el objetivo. A veces las suscribía un “Consejo de los Veinte” que animaba a los buenos ciudadanos a “derribar la tiranía”. Un texto cerraba: “Muerte a César. Por nuestra Patria y nuestros Dioses. Determinación y silencio”. Abundan en referencias a dos magnicidas famosos (los atenienses Harmodio y Aristogiton) y apelaciones de que la misión del tiranicida es sagrada. El más apremiado para que se comprometiera a dar cima a la empresa era justamente Bruto, con nombre de familia ilustre, alto funcionario e íntimo de Casio, el gran instigador. En el centro de todo tenemos a Julio César, el héroe de las Galias, el vencedor de Pompeyo, dominador de España y Egipto, el hombre de la política y el poder. Dilapidador de fortunas, frecuentador de prostitutas y seductor de matronas, inteligente y sagaz, superior a todos en audacia, el estadista concentra todas las miradas, las alabanzas y los temores. Por su parte, él no tiene miedos, ni siquiera a la muerte. Una vez le preguntaron cuál era en su opinión la muerte mejor y respondió “la inesperada”. Quizá por todo ello no gustaba de guardaespaldas ni daba importancia mayor a la conspiración que crecía y de la que está informado paso a paso por sus agentes. Todavía más. Concurrió a la sesión del Senado del 15 de marzo a pesar de las premoniciones trágicas que le transmitió su mujer y al hecho de que un vidente le había advertido del peligro con un mensaje que decía: “¡Cuidado con los idus de marzo!”. Y que, camino al Senado en el día señalado, se topó de nuevo con el adivino y riendo le dijo: “Los idus de marzo han llegado”, a lo que el otro contestó compasivamente: “Sí, pero aún no han acabado”. El hecho final es relatado en la novela de Thornton Wilder con la versión que dio el historiador Suetonio en “Vidas de los Césares”. Dice que cuando César se sentó en su silla curul, los guiados por Bruto y Casio se apretujaron en torno a él y un senador se le acercó como para hacerle una pregunta. Como el dictador trató de mantenerlo a distancia con un ademán, uno lo asió por la toga y otro que estaba de pie a su lado le hundió la daga por debajo de la garganta. César le agarró el brazo y trató de incorporarse. Lo apuñalaron veintitrés veces. Él no pronunció palabra, se cubrió con la toga la parte inferior de su cuerpo mientras caía y cuando Bruto se le arrojó encima lo oyó murmurar, en griego: “¡Tú también, hijo mío!…”. Así se habría cerrado, quizá con un parricidio, la vida de Julio César. (*) Doctor en Filosofía

Héctor Ciapuscio (*)


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